Francisco Peña.
La cinta Boys don´t cry / Los muchachos no lloran, de la directora estadounidense Kimberly Peirce, es un extraordinario film que confronta y sacude al espectador al narrar un sincero amor entre mujeres.
Conforme avanza la película, este amor de “mujer contra mujer” hace un corte doloroso en las profundidades de la sociedad estadounidense desde donde afloran sin freno la intolerancia, la crueldad, el crimen, la homofobia -en particular, la Lesbofobia-, la violencia sexual y física.
Primero, quiero aclarar qué NO es esta cinta. No es una película panfletaria que quiera convencer al público de los pros y contras de la homosexualidad femenina. No es una cinta erótica para voyeurs. No es una historia inventada por una mente calenturienta. No busca escandalizar ni obtener ventajas comerciales con “imágenes provocativas”. No es un film que se refugie en metáforas visuales para eludir la visualización de relaciones sexuales. Es, simplemente, una película que cuenta las cosas como sucedieron en la realidad.
También aclarar de entrada que, desde el punto de vista del personaje central Teena Brandon, se habla de una persona transgénero y por lo tanto debería hablar de Transfobia. Pero sólo el público, Teena y un pariente tienen claro este concepto en la película. Para el resto de los personajes como para el medio social en donde ocurren los hechos, en ese momento histórico (1993) la cuestión transgenérica no existía como concepto claro y visible.
Lo que se percibía entonces era una mujer disfrazada de hombre a la que le gustaban las mujeres; por lo tanto, en una concepción popular y no académica se trataba de una lesbiana "ruda", "hombruna", "marimacha" o "dyke". De allí que los actos violentos, interrogatorios y humillaciones que sufre Teena no sean actos de Transfobia sino de Lesbofobia, lo que se puede observar en matices secundarios del guión pero muy significativos como la violación misma que sufre, o su desvelamiento forzado como mujer. Hoy, que la academia y la sociedad aceptan más matices en la amplia gama de la diversidad sexual ya se habla de abiertamente Transexualidad e incluso se suma el matiz semántico Queer.
Pero para respetar el contexto social en que ocurrieron los hechos, hablo de Lesbofobia porque los personajes reaccionan ante lo que consideran una mujer que se disfraza de hombre para ligarse a la novia de un hombre, por lo que es perseguida y violentada; el concepto Transfobia, entonces sofisticado, apenas se empezaba a considerar, en especial desde la otra opción: mujer atrapada en cuerpo de hombre, o sea, la visibilidad despuntaba en la mujer transgénero y no en el hombre transgénero.
Ahora bien, en el film, luego de un trabajo de investigación, con entrevistas a los sobrevivientes y testigos de los hechos, Peirce construye un guión fino, muy bien tejido, que no deja huecos a la moralina ni al panfleto. Con un buen manejo de los elementos cinematográficos y apoyada en dos magníficas actrices, la directora narra con honestidad una historia de amor y la persecusión que se desata contra las dos amantes.
La historia real que se cuenta en Los muchachos no lloran es la de Teena Brandon, o simplemente Brandon (Hilary Swank), comienza con su decisión personal de comportarse como hombre siendo mujer. Su conducta la/lo lleva a buscar a su pareja adolescente como lo haría cualquier persona: frecuenta bares, se hace de amigos y se enamora de varias parejas. Pero el hecho de ser mujer y amar a otras mujeres pone al personaje no al borde de la marginación social sino de la violencia física ejercida en su contra.
Brandon vive en el Medio Oeste estadounidense –Nebraska-, conservador e intolerante frente a los patrones liberales que sólo existían en ciudades como San Francisco, Nueva York o Los Ángeles: el resto es como en algunos condados texanos: no se aceptaban perros, negros, mexicanos, amarillos u homosexuales… aunque ya no existan por ley los letreros discriminatorios con palabras como dogs, greasers, chinks, japs, faggot, lesbos y demás.
Al iniciar la película, solamente tres entidades saben que Brandon es mujer (ahora hombre transgénero): la misma Teena, su primo y… las y los espectadores.
El resto de los personajes ignora el hecho de que Brandon es mujer; todas las personas con las que se relaciona en la primera parte de la cinta lo aceptan como un joven encantador, más sencillo y sensible que el resto de los hombres de la localidad, pero que no rehuye las pruebas de hombría ni las borracheras machistas.
Pero el espectador “sabe” desde el inicio la verdad y la cinta lo lleva a un doble juego mental. Al compartir desde el inicio el punto de vista de la narradora – directora, el cinéfilo puede tener una visión global y de conjunto de la problemática de Brandon.
Así, puede ver los conflictos que ocurren en la conducta de Brandon entre la compulsión del deseo físico y emocional por la pareja y el miedo de que se descubra la realidad. También el cinéfilo puede ver “desde arriba” los patrones sociales y conductuales de la comunidad. Por ejemplo, la aceptación del “extraño, del Otro” que es Brandon si cumple con los ritos de iniciación machista que le imponen los ex-presidiarios John (Peter Sarsgaard) y Tom (Brendan Sexton III).
Este conocimiento inicial de quien es Brandon permite un distanciamiento del público para entender la situación, y luego sentir en forma más cercana y personal la violencia desatada contra Brandon. No se trata de una identificación del espectador con el personaje, sino la posibilidad de asomarse con profundidad a la esencia de este ser humano, semejante a todos nosotros, con la diferencia de su conducta sexual en un medio social intolerante.
Brandon, en el Medio Oeste norteamericano, vive la tediosa y monótona vida de cualquier joven adulto, y la comparte con sus nuevos amigos: Tom, John, la mesera Candace y Lana (Chloë Sevigny) que será su “obscuro objeto de deseo”. Todos son carreras en coche, borracheras de cerveza, comida rápida, desintegración familiar, una pobreza disfrazada y la negación implícita del sueño americano.
Al respecto, el retrato de Kimberly Peirce sobre la sociedad norteamericana es crudo por ser objetivo. Aburrimiento, falta de oportunidades… que hermanan este ambiente a otras cintas que han visitado esa zona social; un ejemplo es Fat City, del director John Huston.
En medio de esta “tierra baldía”, la Waste Land de T. S. Eliot, el mismo Brandon no puede escapar a su condición fisiológica de mujer, con las dificultades de la menstruación y el ocultamiento de este hecho. Pero Kimberly Peirce sólo observa la situación que se desprende de la condición objetiva de su personaje; no hace un juicio, no predica ni a favor ni en contra porque los hechos hablarán por sí mismos. Así pues, Brandon / Teena busca sus propias soluciones personales como resultado de diversidad sexual.
Sin tapujos pero sin morbo, Peirce muestra con naturalidad a Brandon / Teena robando toallas femeninas en la tienda, su uso de penes artificiales para el sexo con la pareja o evitar la sospecha de su condición femenina ante los otros. Aun en este punto, sólo Brandon, su primo y los espectadores conocen el hecho real. Esto refuerza el hecho que el cinéfilo se aproxime más a la intimidad de Brandon, pero entendiendo, conociendo la vivencia del personaje.
En ese sentido, la forma narrativa y la puesta en escena cinematográficas de Pierce, al ser honestas, son más efectivas para hacer que el espectador se cuestione su propia actitud frente a los hechos narrados y tenga, sin imposiciones, que clarificar su pensamiento frente a lo que ocurre en pantalla.
Y lo que sucede es una historia de amor. Teena tiene la oportunidad de abandonar la ciudad y cambiar su destino por una vida más segura en otra ciudad cosmopolita. Pero la pasión, el deseo y la compulsión del amor la lleva a tratar de conquistar a Lana y sellar su destino.
Lana no es indiferente a Brandon, encuentra en él una calidad de conducta que lo separa de los otros hombres, ex-convictos como John, que se considera su amante, protector y propietario. Pero entre estira y afloja, con juegos de seducción como cualquier pareja vive, Lana se entrega sexualmente a Brandon.
En una escena crucial, Lana se desnuda y deja que Brandon le haga el amor. De nuevo, sin morbo y con enfoque naturalista, Peirce narra este encuentro. De hecho, la sutileza domina la acción: Brandon satisface a Lana y finalmente la penetra. Enmedio del goce sexual, en una sola toma subjetiva de Lana intercortada en la secuencia amorosa, Lana ve los senos fajados de Brandon y sabe que es una mujer quien le hace el amor… y deja que corra la situación. Lana sabe (y el espectador también sabe que Lana sabe) que Brandon es mujer.
Lana baja la mirada y el montaje coloca una toma subjetiva de su vista, que descubre los senos fajados de Teena. La duración de la subjetiva, que cambia el sentido del film, es de 1 segundo. Se ubica en los 58 minutos, 43 segundo del tiempo corrido de la película.
Ahora son cuatro entidades quienes conocen la verdad de Brandon, porque Lana lo sabe y acepta el hecho. El sentimiento y la búsqueda de pareja están por encima de la condición de género de la persona que se ama, en cuanto a que no se le considera un obstáculo a la relación misma.
Esto incrementa la tensión para el espectador, que aún conserva la visión global de los acontecimientos y, por ende, puede analizar y conocer mejor los matices de la relación entre las dos mujeres: sus miradas, sus temores, sus encuentros fugaces. También así se puede entender la aceptación de Lana y el por qué prefiere a Brandon como amante, sin importarle el hecho de que sea otra mujer.
Una vez establecida la situación amorosa de la pareja se revisa la psicología y conducta del resto de los personajes: la madre de Lana, John, Tom, Candace. El amor “que no se atreve a decir su nombre”, diría Oscar Wilde, vive sus momentos más sensuales y tiernos sin el acoso social externo.
Pero nada es perfecto. Otra de las pretendientes de Brandon el joven, Candace, descubre la condición femenina de Brandon y comete el error de comunicarla, sea por despecho, decepción o equívoco. Nada será igual.
El tema de la lesbofobia, que hasta el momento era una corriente subterránea que movía la narración, explota abiertamente y desencadena la violencia entre los personajes. El hilo narrativo del alcohol y las drogas que dominaba la vida diaria de los personajes es el punto de partida para lo que sigue.
Un ejemplo de este cambio de clima social es la actitud de la madre de Lana. En el principio es de aceptación total del del adolescente Brandon recién llegado, al cual incluso defiende frente a John y Tom. Al enterarse de que es una muchacha la que pretende a su hija Lana, lo expulsa y se refiere a Brandon con la frase: “no quiero a eso en mi casa”. De golpe, todos los prejuicios lesbofóbicos salen a flote; poco importa la calidad humana del personaje, el hecho determinante de la aceptación social está basada en la conducta “adecuada y aceptada” de los géneros.
John y Tom confirman con Candace el hecho de que Brandon es mujer. Los actos de humillación comienzan. Aunque Lana trata de negar el hecho y defender a Brandon por medio de engaños, los hombres terminan por desnudar a Teena y obligan a Lana a ver su pubis desnudo en una escena de inhumana humillación para ambas.
Hay que señalar un matiz importante en esta escena. Lana sufre terriblemente no sólo por el frenesí lesbofóbico de los personajes masculinos y la humillación de Teena. Tampoco sufre porque "Lana descubre que Brando es mujer". No, Lana sufre angustiosamente por la violencia ejercida contra su pareja, contra la mujer a la que ama. Es esencial recordar que Lana SABE que Brandon/Teena es mujer desde antes de esta escena. Su dolor es el de cualquier ser humano que observa impotente la humillación del ser amado independientemente del género.
El resto es violencia desencadenada. John y Tom secuestran a Teena, la golpean y, claro, en el colmo de la dominación masculina y la lesbofobia, la violan salvajemente. El "razonamiento" machista implícito es la vieja "justificación" de que un hombre puede "transformar" a una lesbiana en una mujer a la que le atraigan los hombres con el acto sexual "correcto". Por eso, el concepto dominante en la violencia es Lesbofobia y no Transfobia, que en esos años (1993) estaba invisibilizado y no existía en capas populares.
El hecho de la violación es investigado por la policía de la pequeña ciudad, en un interrogatorio insensible y sexista que es igual de violatorio psicológicamente para Teena como el atentado sexual que acaba de sufrir.
La mecánica de la violencia desatada sólo se interrumpe por la ternura, la solidaridad y el amor. Una vez que intercambian la verdad de sus sentimientos y Lana reafirma su aceptación de Teena / Brandon, de nuevo hacen el amor y se confirman las promesas de un futuro común. Pero la misma lógica de la situación, del ambiente social intolerante en donde ocurrieron los hechos, cambia el curso de sus vidas y desemboca en la destrucción de sus esperanzas.
Peirce, en todo momento, lleva un control en la dirección admirable. Apoyada en las dos actrices Hilary Swank y Chloe Sevigny, en un montaje vivaz que toma sus momentos de respiro en las escenas amorosas, la directora redondea un film seco, fuerte, que no escabulle los momentos difíciles sino que los enfrenta con honestidad y valentía.
Los muchachos no lloran es una radiografía directa de la América profunda, de su intolerancia y vacío emocional. Esta “tierra baldía” la cruzan dos mujeres arriesgando la propia vida en un intento por equilibrar compulsión, deseo, emocionalidad y, finalmente, la aceptación de lo que son y sienten.
Tanto por sus valores cinematográficos como por la historia que narra y la forma en que lo hace, Los muchachos no lloran es ahora un punto de referencia ineludible en el cine que aborda la diversidad sexual con congruencia en su discurso.
Es en el tratamiento honesto de sus personajes, abordados como seres humanos con luces y sombras, y no como clichés, donde radica su valor como documento fílmico. La riqueza de los personajes está cimentada en la condición humana que todos compartimos y no está determinada por el género en sí, sino por la problemática que se desprende de una diversidad sexual asumida libremente –por Teena- y aceptada libremente –por Lana-.
El espectador, que ha recorrido la historia de Teena Brandon viendo globalmente todos los puntos de vista, no puede quedar indiferente ante los hechos. Kimberly Peirce no juzga la historia que narra; deja esta responsabilidad de decidir a sus espectadores, que como seres humanos y responsables de su propia conducta sexual y social no quedan inermes ante lo que han visto.
Lo que cada espectador piense sobre lo expuesto en Los muchachos no lloran será fruto de la madurez de cada quien. En ese sentido, es una cinta que valiosa porque confronta al individuo con sus valores y prejuicios y llama, en el fondo, a una renovación real de la tolerancia, el humanismo y el respeto real al Otro.
Producción: Fox Searchlight, Jeffrey Sharp, John Hart, Eva Kolodner, Christine Vachon. Dirección: Kimberly Peirce. Guión: Andy Bienen y Kimberly Peirce. Año: 1999. Fotografía en color: Jim Denault. Música: Nathan Larsen. Edición: Lee Percy y Tracy S. Granger. Intérpretes: Hilary Swank (Brandon Teena), Chloë Sevigny (Lana), Peter Sarsgaard (John), Brendan Sexton III (Tom), Alison Folland (Kate), Alicia Goranson (Candace), Matt McGrath (Lonny), Jeannetta Arnette (madre de Lana). Duración: 116 minutos. Distribución: Fox.