Por Francisco Peña.
Sus ojos miraban a las mujeres con una mezcla de deseo pícaro contenido y la inocencia de un niño frente a una pastelería: Jorge el Gordo Porcel nos hacía vivir cada semana, desde la pantalla chica, todos los sueños eróticos de nosotros, los hombres comunes.
El cómico argentino, nacido en septiembre de 1936 en Buenos Aires, aparecía siempre rodeado de exquisitas mujeres, una más bella que la otra, que competían entre todas por jugarle bromas o conquistarlo. Desde la televisión, Porcel manejó uno de los mejores programas de revista y comedia que se han visto en las pantallas latinoamericanas: programas como Las Gatitas de Porcel y A la cama con Porcel eran vistos por millones de telespectadores.
Con un humor con toques muy argentinos, que no tenía miedo de usar localismos pero que no impedía que el resto de América Latina lo entendiera, Porcel era un cómico con el que todos nos podíamos identificar. El carnicero Don Mateo, el vendedor de periódicos, el portero del edificio, el plomero y otros de sus personajes eran hombres comunes sometidos a la tortura erótica de distintas gatitas: la señora seductora, la niña inocente, la vecina, la estudiante, la secretaria. Siempre estaba en una situación que le impedía, como caballero, aprovecharse del coqueteo femenino, como nos ha sucedido a cualquiera de nosotros en la vida real. Oía confesiones y anécdotas femeninas que se iban cargando de doble sentido, de picardía y hasta con un toque de salero que igualaba al albur mexicano: por ejemplo, la chica inocente, de faldita, blusa y trencitas, que contaba un encuentro erótico con su novio y no entendía lo que había pasado, mientras Porcel y nosotros sabíamos la verdad… e imaginábamos.
Cada una de las situaciones donde los personajes de Porcel se involucraban, daban pie a la generosa presencia de artistas argentinas, generosas en picardía y cuerpo como escasas de ropa. Los televidentes de todo el continente no podíamos despegar los ojos. Pero el gordo no sólo valía por la belleza que lo rodeaba. También fue un cómico muy popular con recursos propios. Uno de los mejores momentos de sus programas era cuando personificaba a esa mujer gorda, hastiada de la vida, que se sentaba a chismear en la cocina de su casa.
Con una carrera cinematográfica de más de 50 películas, Porcel cuajó su propia fórmula cómica con elementos del burlesque latinoamericano, del vaudeville europeo, El suyo era un humor para adultos que no negaba la cruz de su parroquia, que hacia de la vulgaridad una cualidad humana entrañable. Personajes mexicanos como Brozo le deberían hacer un homenaje… tardaron 15 o 20 años en explorar los terrenos que para el Gordo eran familiares, cosa de cada semana.
Pero, vueltas que da la vida, muerto a los 69 años de un paro cardiorrespiratorio, después de sufrir el mal de Parkinson, nos enteramos que sufrió un vuelco radical en su forma de vivir la vida. Desde 1995 abandonó a sus personajes como quien deja a sus mejores amigos en medio de la fiesta sabatina. Se convirtió al evangelismo y, de hecho, se convirtió en predicador. Pocos meses antes de su muerte trabajaba en un libro; pero no, no se trataba de sus memorias profesionales y mucho menos eróticas: era un libro religioso. Pero ese es el Porcel persona, no el personaje. Como muchos otros artistas cuya vida profesional (o privada) giraron alrededor del “pecado de la lujuria”, tuvo una transformación religiosa que lo ubicó al otro extremo del arcoiris.
Pero la memoria del video perdura más allá y es recurrente. Desde mi punto de vista, Jorge el Gordo Porcel dejó una herencia de chacoteo, de broma y buen humor, aderezada con imágenes de algunas de las mujeres más bellas de Argentina, que bien valió la pena. Ese gusto erótico por la vida, por el goce del disfrute sexual, por el encontronazo equívoco con una bella mujer, es una herencia que muchos latinoamericanos compartimos con él. Quizás el mejor remate a toda su carrera cómica sería que ahora presentara allá arriba el primer programa de Las angelitas de Porcel.