Birjan, el dios del juego, preside la película Nadie conoce a nadie, de Mateo Gil.
Los espectadores quedan atrapados desde el inicio en el suspenso que se establece en esta cinta inteligente y bien realizada; sobre todo los jóvenes, que son más afectos a los ambientes que se manejan y a la concepción que domina este film.
Mateo Gil no construye su película de suspenso con las bases clásicas del género, como el cine de Hitchcock, por ejemplo; tampoco con la acción desbordada de los thrillers de Hollywood. La cinta, cuyo guión se basa en una novela de Juan Bonilla, crea su suspenso con elementos de culto entre los jóvenes: los juegos de rol, los videojuegos, los alucinógenos del Cyberpunk y la computación.
Con un guión bien pensado y mejor estructurado, la película cumple vicariamente con uno de los deseos más profundos de los jóvenes: jugar con la realidad, transladar el juego de rol a la vida y observar allí las consecuencias del azar, de las decisiones personales, de la caída de unos dados en el tablero.
No se trata de la fantasía de Jumanji (Johnstone, 1995) donde es el juego el que cobra vida e irrumpe mágicamente en la realidad. Aquí los jugadores inciden en la realidad como pequeños dioses griegos (cómo dice el personaje de El Sapo), ejecutan tareas y enfrentamientos con consecuencias reales.
El Sapo y Simón.
También a los adultos les gustan los juegos de rol, sólo que han olvidado su nombre verdadero porque lo llaman política y lo revisten de ideología para ocultar las reglas reales: pero el resultado es nefasto para todos los que no participan en la cúpula. Es decir, un resultado colateral de Nadie conoce a nadie es descubrir que la política tiene menos de ideología de lo que parece y más de actividad lúdica de lo que aceptan públicamente los poderosos jugadores.
Nadie conoce a nadie, con su estructura de juego de rol, no recurre a la magia, a los efectos especiales, sino a la inteligencia del espectador para seguir los movimientos de los participantes.
La historia sucede en Sevilla durante sus famosos festejos de Semana Santa, entre procesiones de imágenes religiosas, cofradías y penitentes encapuchados. En ese medio, el carácter lúdico de la cinta se anuncia con el protagonista Simón (Eduardo Noriega), que se dedica a diseñar crucigramas en su computadora.
Su compañero de departamento es el Sapo (Jordi Mollá, que le puede enseñar a Bruno Bichir –Crónica de un desayuno- lo que es un verdadero gandalla). Simón quiere ser escritor pero no tiene nada que contar.
Simón recibe una llamada amenazante donde se le pide escribir la palabra “adversario” en un crucigrama que se publicará un día específico; y poco después se le cita en la Iglesia sevillana de la Salvación. La publicación del crucigrama y la presencia de Simón coinciden con un atentado en la iglesia perpetrado con gas sarín.
La culpa y la sospecha llevan a Simón a indagar y se relaciona con María (Natalia Verbeke), una periodista especializada en reportajes de investigación y, como Nadie conoce a nadie, es todo menos eso (¿será que no todos los periodistas de investigación son lo que dicen ser? Esta es una película que despierta la paranoia del cinéfilo).
Las pistas que colecciona Simón sumadas a las que le proporciona María apuntan a que el responsable de los atentados es el Sapo, que parece formar parte de una conspiración de secta diabólica obsesionada en atentar contra las iglesias.
Mateo Gil está interesado en el juego y el suspenso que se deriva de él, por lo que desde la mitad de la cinta no tiene empacho en develar que el Sapo, por sus traumas religiosos, es un megalómano blasfemo y el Gamemaster, el que dirige el juego y a los participantes.
Tan es el Gamemaster que el Sapo es quien decide darle el rol de El Elegido a Simón por su inteligencia. Lo convierte en su “adversario” y comparte con él las reglas del juego, basadas en el conocimiento de la religión, ya que después de todo “somos amigos”.
La escena donde el Sapo le descubre a Simón que todo es un sangriento juego de rol que se practica en la realidad muestra la megalomanía, frialdad e inteligencia perversa del personaje.
Mateo Gil recurre a una analogía con Hitler. El Führer guardaba en la Cancillería una inmensa maqueta de Berlín donde jugaba a visualizar los cambios arquitectónicos que realizaría en la capital del Reich de los Mil Años, luego de terminada la guerra, con la ayuda de Albert Speer.
Gil presenta al Sapo frente a una maqueta de Sevilla donde el Gamemaster ubica a voluntad las figuras de los jugadores, los lugares de los atentados pasados y futuros, y le da pistas suficientes al Elegido para que pueda ser un verdadero “adversario”. El director refuerza esta impresión con tomas aéreas de Sevilla, que se transforma en maqueta de sí misma, en locación – escenografía del juego de rol.
Y cómo en todo juego de rol que se respete Simón tiene a su ayudante en María. Gil recrea las secuencias de un buen videojuego tipo Dungeons and Dragons en las calles de Sevilla, donde ambos personajes son perseguidos por encapuchados de cofradía que les disparan con armas de juguete. María no es Lara Croft (homenajeada en el poster que está en la recámara del Sapo) y no puede “defender” finalmente a Simón.
Una de las grandes virtudes de la cinta es que toda la estructura del juego de rol es adaptada a una atmósfera latina.
La película no copia mecánicamente la “magia”, ambientes, princesas, elfos, espadas, druidas de connotación anglosajona sino que “convierte” todo el juego a España. Gil lo logra al utilizar no sólo a Sevilla como escenario sino también al usar su clásica imaginería religiosa y procesiones de Semana Santa. El espectador mexicano siente más este juego encarnado en la cinta porque tiene resonancias culturales más cercanas que las anglosajonas.
Otro punto que refuerza la relación juego – realidad - sueño es la actividad sexual entre jugadores. Su presencia en pantalla remarca que el juego está “encarnado” en la realidad, lo que aumenta la verosimilitud para el espectador. Pero para los personajes es todavía algo onírico que borra las fronteras entre lo lúdico y lo real.
Ahora sí, con todos estos elementos en pantalla, Mateo Gil retoma en su film una situación clásica del cine de suspenso: Simón, con el que se identifica el público, es confundido con el autor de los atentados, tal como lo haría el maestro Hitchcock.
Claro, esta confusión es la pieza clave para llegar al clímax de la película. Nadie conoce a nadie, nada es lo aparenta ser.
El logro de Mateo Gil es una buena película, que cuestiona la relación del espectador con la realidad por medio de algo tan despreciado o ignorado como es el juego.
Así, queda la interrogante en la conciencia del espectador de si sabe en verdad lo que sucede a su alrededor, si conoce las verdaderas reglas del juego social; o si las reglas son otras y sólo somos peones en un tablero de unos jugadores que desconocemos.
Nadie conoce a nadie. Producción: Sogetel, Maestranza Films, DMVD Films, Antonio P. Pérez, Gustavo Ferrada. Dirección: Mateo Gil. Guión: Mateo Gil y Alejandro Amenábar. Año: 1999. Fotografía en color: Alejandro Salmones. Música: Alejandro Amenábar. Edición: Nacho Ruíz Capillas. Intérpretes: Eduardo Noriega (Simón), Jordi Mollá (Sapo), Natalia Verbeke (María), Paz Vega (Ariadna), Pedro Álvarez Osorio (padre Andrés), Mauro Rivera (Rocha), Jesús Olmedo (Brujo), Críspulo Cabezas (Pirata), Joserra Cardimaño (dinamitero), José Manuel Seda (capa), Richard Henderson (Hernández). Duración: 95 minutos. Distribución: Latina.