15 marzo 2015

Su Alteza Serenísima, de Felipe Cazals

Francisco Peña.

Este film de Felipe Cazals es como una cápsula del tiempo en pantalla.


Por un lado, se asoma al controvertido personaje Antonio López de Santa Anna, once veces presidente de México, en los últimos tres días antes de su muerte. Por otro, es un ejemplo del modelo de cine mexicano que predominó en la década de los años 70 por impulso del régimen de Luis Echeverría.

En lo que respecta a Santa Anna, es un personaje de contradicciones que la historia oficial convirtió en villano de una pieza, y que jugó un papel importante en nuestro pasado desde el periodo de la Independencia hasta la Revolución de Ayutla (1854) que lo derroca, pasando por las guerras de Texas (1836) y contra los Estados Unidos (1847 – 1848).

Por lo que se refiere a un modelo fílmico, Su Alteza Serenísima vuelve a mostrar la fortaleza y las debilidades de un cine que se debate entre la extinción y el cambio. Cazals y su generación se preocuparon por temas sociales e históricos, lo que fue su fortaleza inicial; pero la forma cinematográfica y el enfoque que dieron a los temas los condujo a la extinción frente a un público que se sentía incomprendido y para nada reflejado.


El director toma a una de las figuras más difíciles de la historia de México y se encierra con ella durante tres días para tratar de resumir su carácter, su peso político en la historia, su megalomanía y oportunismo.

A su regreso del exilio durante la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada, ciertos actores políticos y él mismo buscaron su regreso a la escena nacional. Esta situación la muestra Cazals con las visitas constantes que recibe Santa Anna (Alejandro Parodi) administradas por su esposa Dolores Tosta (Ana Berta Espín).

Pero Santa Anna no encaja en un México distinto ni tiene la misma edad que en sus mejores tiempos políticos. Tan es así que su mujer, tal y como ocurrió en realidad, pagaba para que fuera falsamente vitoreado y aplaudido: Santa Anna era un “vetarro” sin contacto con la realidad que lo rodeaba.

Cazals recurre al expediente de las múltiples visitas de varios representantes de la sociedad mexicana que quieren hacer “negocios” con el ex-dictador, y la prueba de la corrupción general es el ir y venir de un valioso collar.

Primeramente Santa Ana se entrevista con Rosa Otilia (Blanca Guerra) que representa a los conservadores derrotados por Juárez y que se opone a la “indiada” en el poder (hoy los discriminadores dicen “nacos”); ella le entrega el collar para impulsar una revuelta contra el régimen liberal. Pero Santa Anna quiere coquetear precisamente con los liberales y entrega el collar a Máximo Huerta (José Carlos Ruíz) para que le consiga una entrevista con el presidente.

En ambas conversaciones Santa Anna se adapta a las peticiones políticas pero deja entrever su corrupción y que el único deseo que lo mueve es el deseo de poder. El hombre es nadie, el poder es todo. Así habla con conservadores y masones. Pero Máximo no hará caso de la petición y entrega el collar a dos prostitutas –Venus y Mine Tallabas-, que por favores que esperan a Santa Anna se lo regresan. El círculo de la corrupción se cierra: el collar, como símbolo, siempre regresa a las manos de Santa Anna.


Frente a este “vetarro” decadente, que vive un sueño sostenido con las monedas de su mujer, Cazals intenta adentrarse en su mente: de allí las conversaciones con el coronel Lavín (Pedro Armendáriz) y los monólogos sobre los gallos, la guerra de Texas, la guerra contra Estados Unidos y la venta de La Mesilla a ese país.

Pero por encima de las componendas políticas dominan las componendas económicas. La última conversación es con Ezequiel Rivera (Salvador Sánchez), encargado de proteger la fortuna del militar, que será invertida en ferrocarriles controlados por inversionistas estadounidenses. Los viejos enemigos, tanto políticos como sociales (el inversionista mexicano es el hijo de Benito Juárez, Benito Juárez Maza), ahora serán socios de negocios de Santa Anna.

Vamos, hasta una vidente llamada La salamandra (Ana Ofelia Murguía) hace su aparición para consolar con esperanzas al ex-dictador; cosa que no sucede con los intentos de confesión del padre Anfosi (Rodolfo Arias) como representante de un clero desdeñoso.

Pero ninguno de estos representantes sociales ni su mujer lo protegen del juicio popular expresado en los gritos de chaquetero, ratero, siete uñas. Tampoco lo salvan de la muerte, que finalmente llega.

Este retrato, que evidentemente busca establecer paralelos con lo ocurrido en la historia reciente de México, al grado de usar en el guión frases semejantes a las pronunciadas por Carlos Salinas, es la fortaleza del film: el hecho de tocar el tema inédito con un punto de vista que se quiere crítico.

Pero las debilidades del cine en el que creció Cazals son las mismas que aquejan esta cinta: su forma cinematográfica y su enfoque.

El guión quiere contar demasiado en 112 minutos. Se intenta forzar el paralelismo entre pasado y presente del país: la corrupción económica a cambio de favores políticos, la vidente Salamandra para recordar a La Paca (asesinato de Ruíz Massieu), diálogos excesivos para cubrir “hablando” situaciones históricas importantes en un resumen que se vuelve inoperante. En síntesis, el guión pide demasiado de sí mismo lo que afecta el ritmo de la película al hablar de todo y no explicar claramente nada.

En ese sentido, el fondo histórico del guión y su deseo de extrapolar situaciones con el pasado reciente falla. Falla porque las cosas finalmente no se resolvieron en un “mito del eterno retorno”, que es una especie de presente eterno donde nada cambia en realidad. Cazals muestra los ritos de Santa Anna, y al mostrar el rito quiere comunicar que el mito del poder sigue vivo sin cambio de carácterísticas.

El país no vive las mismas circunstancias del siglo XIX y, a pesar de sentir que hay situaciones semejantes entre el pasado y el presente, si hubo cambios sociales. La historia es como una espiral: ciertos patrones político-sociales son semejantes pero no iguales, llevan en si mismos las semillas de un cambio que hace irrepetible a la historia. Y ciertas características del cambio son predecibles pero en su totalidad no es predecible.

Entonces, ¿por qué no abordar en forma directa el pasado reciente para hacer la crítica social vía el cine? De hecho, lo mejor del cine hecho en la época echeverrista fue el cine documental y no el de ficción. Dije hecho, no financiado… pero ni quien se acuerde de Eduardo Maldonado.

Si se trataba de un retrato fílmico de un dictador en decadencia física y política, la película no alcanza a otras hechas sobre el tema. Probablemente ninguna ha conseguido aun la altura de los retratos literarios hechos por escritores latinoamericanos, una de cuyas cimas es El otoño del patriarca, de García Márquez.

Si la intención de paralelismo histórico y análisis de Santa Anna fracasan en lo histórico por el deseo de contar todo de un jalón, la forma cinematográfica entorpece aun más las intenciones del film. Los monólogos en voz en off se extienden demasiado frente al rostro de un Alejandro Parodi, porque reflejan más la confusión del guión que el extravío de la mente de Santa Anna.

También la división en tres partes de la cinta, marcadas por los letreros Complacencias y cotejos, Gallo tiñoso no tiene partido y Gallo muerto gana a gallo vivo no bastan para guiar al espectador en los diferentes acentos que pone Cazals en el personaje de Santa Anna.

Lo mismo ocurre con las escenas cuya lentitud en edición, manejo de cámara, diálogos y la mayoría de los actores (provenienentes de los años echeverristas y la incrustación de jóvenes para los papeles requeridos). Todos estos elementos apuntan más a un film muerto que a un film vivo por la manera estéril en que están articulados en pantalla.

Sin embargo, hay que señalar el acierto de la presencia de Ana Berta Espín como Dolores Tosta. Con poca tela de donde cortar, con escaso diálogo, llena la pantalla con su presencia, con la fuerza del gesto, con lo no dicho en palabras pero si en trabajo actoral Los mejores momentos de la cinta son en los que ella está presente, pero una golondrina no hace un verano.


En síntesis, Su Alteza Serenísima se siente como catálogo de virtudes y defectos de un cine que ya es histórico, cuyo momento de poder está en el pasado: sus formas fílmicas y enfoque de temáticas han sido rebasadas por un cine mexicano que actualmente lucha por nuevas maneras de expresarse.

Su Alteza Serenísima. Producción: Serenísima Films, Foprocine, Imcine, Hugo Scherer. Dirección: Felipe Cazals. Año: 2000. Fotografía en color: Lorena Campbell. Música: Zbigniew Paleta. Edición: Javier Bourges y Carlos Puente. Intérpretes: Alejandro Parodi (Antonio López de Santa Anna), Ana Berta Espín (Dolores tosta), Rodolfo Arias (padre Anfosi), Blanca Guerra (Rosa Otilia), José Carlos Ruíz (Máximo Huerta), Pedro Armendáriz (coronel Lavín), Ana Ofelia Murguía (La Salamandra), Salvador Sánchez (Ezequiel Rivera), Isaura Espinoza (Venues Tallabas), Carmen Delgado (Mine Tallabas). Duración: 112 minutos. Distribución: IMCINE.