Tres estaciones / Three Seasons es una película bella e interesante. Lo más sencillo es decir que esta cinta marca un momento histórico al ser la primera producción vietnamita - estadounidense desde el final de la guerra de Vietnam en 1975, que culminó con la caída de Saigón.
Tres estaciones va más allá de este hecho, que es importante pero que no debe desplazar del análisis a lo que se narra en el universo que recoge la cinta.
Lo primero que observa el espectador es que la diferencia visual entre el Saigón de los 70 y el de finales del siglo no es tan marcada. Por la famosa globalización económica se reencuentran los anuncios luminosos, los hoteles de lujo, los turistas extranjeros, la prostitución, los niños de la calle, el mercado negro, En estos signos visuales y en estas situaciones hay una semejanza.
En este Saigón actual, Tony Bui construye su película con tres ejes narrativos, tres estaciones que se entrecruzan en la bulliciosa ciudad vietnamita.
El primer hilo narrativo es el de la campesina Kien An (Nguyen Ngoc Hiep) que se dedica a cosechar flores de loto en el lago propiedad del maestro Dao (Tran Manh Cuong), que es además un poeta recluido desde hace años.
El segundo hilo narrativo lo forma la pareja de la joven prostituta Lan (Zoè Bui) y el ciclista de rickshaw (triciclo) Hai (Don Duong).
El tercer hilo se establece entre el estadounidense James Hager (Harvey Keitel) y el niño vietnamita apodado Woody (Nguyen Huu Duoc). El ex-soldado busca a la hija que dejó atrás durante la guerra y el niño Woody que vende cigarros y baratijas en la calle.
Todas las historias tienen una característica común de fondo: la solidaridad humana y la tradición cultural predominan por encima de los cambios económicos y las dificultades de ajuste que se desprenden de ellos.
Establecidos los hilos de las tres historias, con un enfoque que las unifica y en el ambiente del Saigón actual, Tony Bui cuenta con una gran herramienta para narrar su cinta con elegancia y poesía. Esa herramienta es la extraordinaria fotográfica de Lisa Rinzler, que da una densidad especial a los personajes y lugares donde se desarrolla la acción.
En medio de letreros luminosos de Maxell, Ricoh, Calsberg, Honda y Seiko se desciende a los barrios bajos de Saigón, que siguen allí, pero sin el ambiente tan corrupto del antiguo régimen.
Los problemas sociales son los mismos pero ya no hay guerra. Lo que existe ahora es una preocupación por volver a las raíces culturales del pueblo vietnamita frente a las necesidades económicas que obligan a insertar su economía en el mundo.
Una de esas raíces a la que se desea volver es la poesía y el canto tradicional. Kien An trabaja cosechando flores de loto naturales frente a un templo que habita un viejo poeta a quien no se ha visto en años. Kien An sorprende a las cosechadoras al cantar una nueva -vieja- canción. Eso le abre las puertas para conocer al maestro Dao.
En ese sentido, el loto se convierte en una metáfora de la cultura que se debería conservar como afirmación propia ante el cambio económico incontrolado que aflora en Saigón.
La realidad en el comercio diario es que sólo los viejos compran las flores naturales, al igual que los conocedores o los campesinos. A los citadinos no les interesa porque son más baratas las flores de loto de plástico y perfumadas artificialmente.
Pero no hay peor lucha que la que no se hace. Kien An vive inmersa en forma natural dentro de la tradición y la conoce. Descubre que el maestro es un poeta que ella conoce. En un último impulso de vida, el poeta pide a la muchacha que se convierta en la escriba de sus últimos poemas. Al final, Kien An, la joven vietnamita, es la heredera de la herencia poética, que conservará para mejores tiempos.
El hecho de que Kien An y Dao compartan la tragedia del poeta a la vez que se conserva la voz en sus manuscritos sólo puede lograrse por un acercamiento humano entre ambos. Sólo así se entienden las lágrimas finales de la muchacha y los últimos versos del poeta: a ambas expresiones las une un mutuo respeto de la persona humana, del uno para el otro.
Dentro de esta historia, Lisa Rinzler obtiene sus mejores imágenes. El lago, los lotos, la luz del lago enfrentada a la obscuridad del templo, logran que el espectador sienta algo vivo, una raíz espiritual que no se seca por los cambios políticos o de ideologías de cualquier signo: la cultura popular es más fuerte que todos esos ires y venires de la historia.
En la ciudad, más occidentalizada y metalizada, quedan resabios de esa cultura popular que se adapta para sobrevivir en su esencia. Los choferes de triciclo, siempre a la caza de turistas y del dólar para vivir, tienen, sin embargo, una solidaridad humana profunda.
Algunos de esos habitantes, a pesar de la estrechez económica, no han perdido la capacidad de soñar o de imaginar. Esa riqueza humana se expresa, al inicio de la cinta, en la plática sobre un nuevo hotel que funciona en Saigón. Uno de los choferes menciona que él vive en un hotel de mil estrellas y no en uno de cuatro o cinco. Sus compañeros le preguntan de que hotel se trata. El hombre contesta simplemente: "Desde mi cama puedo ver mil estrellas".
La oposición campo - ciudad se encarna en el film en la oposición entre los dos personajes femeninos. A Kien An, la campesina, se contrapone el personaje de la prostituta Lan.
Dentro del estilo occidental, Lan es una mujer que se vende a los turistas que habitan los hoteles lujosos. Sin embargo, vive en un barrio pobre a orillas de las vías del tren. Desea solamente vivir mejor y espera que uno de esos turistas se la lleve con él.
Lan encuentra a Hai, chofer de rikshaw que se enamora de ella. Este chofer ejerce una síncera seducción al usar lo único que tiene: su honestidad, su humanidad.
Lan se entrega a los turistas a cambio de un precio carísimo en Vietnam pero regalado para los occidentales o asiáticos con dinero: 50 dólares.
Hai lleva varias noches a Lan a su casa y se establece el juego entre ambos. Lan cuenta sus recuerdos de estudiante, cuando vestida a la usanza tradicional vietnamita recorría las calles y dejaba que se le acercaran los muchachos a cortejarla.
La presencia del chofer la va minando sentimentalmente así que decide alejarlo porque, insiste, jamás se casaría con un chofer. Desea otro tipo de vida deslumbrante, la de los hoteles de lujo: "Es otro mundo allá adentro. Vivimos a la sombra de ellos", aclara Lan.
El que porfía mata venado, o lo matan por porfiado, dice el refrán. Hai insiste en su amor por Lan y la espera todas las noches. Una de esas ve como es arrojada de un taxi por un rico turista japonés. Lan, humillada, responde humillando a Hai.
Pero el poder de la solidaridad humana es lento pero seguro. Hai visita a la prostituta enferma y le cura la espalda. La escena es erótica pero su final no es sexual: es más importante el contacto humano, el que una persona sienta que es importante emocionalmente para otra.
El chofer conoce la tarifa de Lan y obtiene el dinero para pasar una noche con ella en uno de los hoteles; consigue el dinero gracias a la solidaridad real de uno de sus compañeros durante una carrera de triciclos.
Esa noche es extraña para Lan. Los ritos del encuentro sexual cambian: ella se comporta igual que en todos los encuentros rapiditos de siempre: fría y profesional. Hai la viste en forma tradicional y lo único que quiere es verla dormir y no usarla sexualmente. De nuevo el toque humano y un respeto básico por la persona, por el otro.
El tercer hilo tiene el mismo sello. Keitel personifica a un soldado que busca a su hija, pero al no encontrarla se refugia en el alcohol en un bar llamado Apocalypse Now -en honor de la cinta de Coppola-. Allí encuentra al niño vendedor Woody, que también se aposta en los hoteles que frecuenta Lan.
En el bar, el chico sufre el robo de su caja de baratijas y la busca en medio de la lluvia. Encuentra a otra niña que recoge latas -como las recogen los niños de Colombia, de México, de tantos países-. El sueño vence a la pareja de niños y, en una secuencia de imágenes, música y sin diálogos, comparten la misma puerta de entrada a un edificio. Aún entre los niños hay un gesto humano.
No en balde, el régimen comunista de China resucita las enseñanzas de Confucio. No es gratuito que la cultura camboyana, casi extinguida por los Khmer rojos de Pol Pot, se manifieste con el renacimiento del Ballet Real de Camboya.
Tampoco es gratuito que Keitel argumente, como si hablara a nombre de su país, que cometió muchos errores, algunos irreparables, pero que al menos uno intentará corregir: darle una mejor vida a su hija vietnamita, que se prostituye bajo el estilo oriental, que es la sujeción al cliente al punto de darle de comer en la boca.
La propuesta de Tony Bui, a quien se acusa de tener una visión romántica y occidentalizada del Vietnam actual, en realidad tiene una validez más amplia al apuntar a una universalidad. El amor, el respeto a la tradición, la conservación de la propia cultura si pueden ser defensa ante la globalización económica.
Ante la lógica irrebatible del mercado, que no se puede ya evadir en el mundo, Bui propone una cultura que se adapte a los cambios mientras conserva lo mejor de sí misma. Una cultura que conserve un espacio propio en donde los individuos puedan recuperar lo mejor de si mismos y de sus sentimientos.
Esto es lo que puede desprenderse de la escena final: Hai recrea para Lan su verdadero sueño... Vestida con el tradicional traje blanco vietnamita, al caer la venda roja que le cubre los ojos, Lan descubre una calle cuajada de árboles con las flores rojas de su adolescencia, mientras un hombre que la ama le entrega un libro con un pétalo entre sus páginas