Gillo Pontecorvo, el director de cine italiano, perdió su batalla con la muerte el 12 de octubre de 2006, en Roma, a los 86 años, por un paro cardíaco. Nos deja a todos como herencia su guerra ganada: un cine libre, humano, que ama la vida como él lo hizo.
En mi memoria, están aún frente a mí esos ojos azules que sonríen pícaramente. No me quita la mirada mientras comemos el delicioso ganso relleno que cada Navidad cocina nuestra amiga común, Margarita Failoni. No me quita la mirada mientras alza su copa de vino tinto (Recciotto Amarone, Valpolicella, que recomienda ampliamente) al retomar otra vez nuestra misma conversación interrumpida a lo largo de las Navidades de 1978, 1980, 1982 y 1985. Le interesa saber más lo que yo pienso de La Batalla de Argel y de Quemada que platicarme lo que él recuerda de sus películas.
Así era Gillo Pontecorvo, interesado más en los otros que en sí mismo, más en cómo veían su cine que en su lugar en la historia del séptimo arte. Maestro de la conversación, estaba atento a todos los temas. Desde la actualidad política italiana e internacional hasta iconos ortodoxos, de los que poseía una colección envidiable gracias a los buenos oficios, entre otros, de María Barroso. No acaparaba, guiaba; escuchaba, luego exponía. Al final buscaba los puntos comunes.
Pontecorvo (nacido en Pisa, Toscana, Italia, el 19 de noviembre de 1919) aplicaba esta forma de ser a su congruencia política y obra fílmica. Verdadero hombre de izquierda, sin presunciones, formó parte de la resistencia antifascista durante la Segunda Guerra Mundial y estuvo involucrado en la aprehensión de Mussolini; pero jamás se jactaba del hecho.
Miembro del Partido Comunista Italiano, no dudó en dejarlo oficialmente cuando consideró que perdía su esencia democrática. No por ello se negó al diálogo político: estimaba a Enrico Berlinguer (secretario del PCI) y filmó en 1984 un documental sobre sus funerales. Hombre sin partido, se expresaba en el verdadero cine político.
Jamás hizo caso de los llamados de la industria de Hollywood y prefirió una filmografía de pocas obras.
Luego de la Segunda Guerra Mundial trabajó en París como corresponsal y fotógrafo. Allí tomó contacto con el mundo del cine y fue asistente del documentalista Joris Ivens y del director Yves Allègret. Con sus conocimientos de fotografía, se agenció una cámara de 16mms (una vieja Bolex de cuerda, con torreta para tres lentes) y se dedicó a filmar de forma amateur. Entusiasmado, decidió dejar el periodismo y regresó a Italia con la idea de hacer cine.
Luego de varios cortometrajes, hizo su primer largometraje en Yugoslavia: Kapò (1959). Trabajó con Susan Strasberg en la historia de una mujer judía que, para sobrevivir, se convierte en la carcelera de sus propias compañeras. Sin hablar nunca mal de las personas sino de dificultades objetivas, Pontecorvo me comentó en una de esas navidades que fue su primer “encontronazo”, su primera dificultad con los actores estadounidenses del famoso “Método”.
Ambos buscaban llegar a cierto verismo pero por vías diferentes. Él deseaba un personaje inmerso en un contexto social específico que generara los cambios internos que sufría: el contexto primero, luego el personaje y, como resultado, las emociones. Strasberg construía su personaje al revés, de acuerdo al Método: primero las vivencias, las emociones del personaje, y luego su inserción en el contexto social.
Su obra más conocida es La batalla de Argel. Fue producida por el gobierno argelino pero no es un homenaje al poder sino al pueblo. Por una parte, Ben Bella quería que se formaran técnicos argelinos para crear un cine nacional; por otra, enfrentó críticas políticas internas por darle la dirección a un extranjero: Pontecorvo. También hubo dificultades porque ciertos sectores deseaban una película triunfalista y el guión de Franco Solinas tocaba una derrota (que anunciaba el triunfo popular).
La batalla de Argel narra la actividad guerrillera del Frente de Liberación Nacional, los atentados dinamiteros contra la población colonial francesa y sus empresas representativas, la rebelión popular de la Casbah y la durísima represión ejercida por los paracaidistas franceses.
Desde el punto estricto de la historia se trata de una derrota, del desmantelamiento de los cuadros dirigentes del FLN. Pero, a lo largo del film, Pontecorvo hace énfasis en la fuerza de la comunidad argelina que sostiene y apoya la lucha armada de los cuadros del FLN. Es ese vigor el que permea toda la película y permite, sin dudas, que la coda final del baile popular frente a las fuerzas del orden se convierta en un triunfo.
Está filmada con técnicas de documental y siguiendo una de las tradiciones neorrealistas: estructura coral, gente de la calle, un solo actor profesional (Jean Martin como Mathieu, el coronel francés paracaidista) y un equipo de sólo 20 personas. Él mismo me contaba cómo solucionó ciertos problemas técnicos: quería que la imagen tuviera el grano reventado como un noticiario, pero el sol a plomo de Argelia se lo impedía. Mandó cubrir las callejuelas de la Casbah con manta y todo tipo de telas blancas: las usó como difusores y filtros de la luz. El resultado nos impacta hasta hoy.
Tan es así que Pauline Kael, la crítica de cine estadounidense (admirada acríticamente por uno que otro filmópata de cuño protofascista) le hizo uno de los mayores cumplidos a Pontecorvo. Algunas películas “políticas europeas” no le preocupaban a Kael porque no provocaban nada en el público, pero consideraba a las de Pontecorvo como peligrosas, en especial La batalla de Argel. Decía que estaba hecha por un poeta, pero el más peligroso de todos: un poeta marxista. Kael fue honesta a diferencia de sus seguidores: tuvo las agallas de reconocer el valor de Pontecorvo desde la trinchera ideológica contraria.
En el caso de Quemada tuvo dificultades objetivas con la producción y subjetivas con su estrella: Marlon Brando. Ahora el escenario de la lucha anticolonialista se transladó a una isla caribeña. Allí, un agente inglés, Sir William Walker, ayuda a José Dolores (Evaristo Márquez) a liderar una revuelta contra el poder colonial local para proteger los intereses ingleses en el mercado del azúcar. Años después regresa para aplastar una nueva revuelta… contra los ingleses. Trata de comprar a José Dolores pero es insobornable. Dolores muere, pero la lucha sigue adelante: antes de abandonar Queimada, Walker sufre un atentado.
Filmada en Colombia, Pontecorvo enfrentó problemas de producción que se multiplicaban, pero el más difícil fue tratar con Marlon Brando. De nuevo, sin personalizar y más bien revisando las condiciones objetivas, Pontecorvo admitía que era su segundo “encontronazo” con un actor del Método (quizás el más actor representativo, el más famoso del Método).
Pontecorvo y Brando.
Sin negar jamás las dotes actorales de Brando, Pontecorvo comentaba que era difícil “frenarlo”, que no se saliera del papel que él tenía en mente. A jaloneos y discusiones logró obtener el resultado que conocemos. Pontecorvo también decía que no deseaba volver a trabajar con Brando, por la incompatibilidad de visiones que tenían, no por cuestiones personales.
En cambio, también hablaba de las dificultades contrarias: hacer que Evaristo Márquez encarnara a José Dolores. Márquez no era profesional y Pontecorvo, en ocasiones, tuvo que filmar diálogo por diálogo ante la imposibilidad de que Márquez memorizara sus diálogos.
Estas dificultades y otras más hicieron que Queimada no tuviera el vigor y la calidad inobjetable de La batalla de Argel, pero es una buena película que confirma las intenciones y los logros del director italiano.
El joven Pontecorvo.
Volviendo a la larga conversación interrumpida –hoy definitivamente por su muerte-, a Pontecorvo le interesaba más saber cuáles eran las polémicas que desataba su obra.
Cuando le platiqué de las proyecciones semiclandestinas en los 70 de La batalla de Argel en formatos de 16mms y S8, tanto en la UNAM como en la librería Gandhi, insistía en preguntarme por la reacción del público: aplausos, entusiasmo, polémica, discusión. Sabía de qué se trataba y me miraba con picardía, con satisfacción.
Gillo Pontecorvo.
Tenía muy claro que el colonialismo poseía muchos rostros y estaba presente en muchos países. Yo sólo le confirmaba que en México se entendía muy bien el mensaje anticolonialista de su cinta. Sabía que, a pesar del paso de los años, su obra fílmica despertaba conciencias.
Qué mejor logro y homenaje para este poeta fílmico de verdadera izquierda: perder una batalla personal, pero ganar la guerra cinematográfica.