12 abril 2015

Rito terminal, de Óscar Urrutia Lazo. Por Angélica Ponce

Angélica Ponce.

Con una historia que se desarrolla dentro del ámbito místico de los habitantes de un pequeño pueblo oaxaqueño-mixteco, se da cuerpo a la ópera prima del cineasta Óscar Urrutia Lazo, Rito terminal.

Con elementos que apuntan hacia un localismo, y no como lo citara el director hacia una proyección hacia el exterior, el trabajo presentado se sume en la abundancia de elementos y de puntos demasiado complejos y característicos del pueblo, que en múltiples ocasiones llegan a perderse en acciones obligadas para hacer cuadrar la historia.

Una visión indigenista de la relación de los vivos con los muertos y la asimilación de las culpas, en combinación con las creencias religiosas y los ritos, hacen de la cinta un espectro interesante de una cultura poco conocida como es la mixteca ‘moderna’, pero en cuyo logro radica también su principal falla.



Un fotógrafo capitalino (Guillermo Larrea) llega a la sierra oaxaqueña, junto con el equipo alemán de trabajo del que es miembro, para filmar y fotografiar las fiestas patronales de la región; durante su estancia se ve envuelto en una serie de sucesos “fantasmales” y oníricos del mundo mágico mixteco.

Siendo seleccionado por uno de los difuntos y por la nana Gloria (Soledad Ruíz) para exculpar dos asesinatos, la voluntad del joven es utilizada. Tras la extracción de su sombra (alma), el fotógrafo es condenado a regresar a una región de la cual, a pesar de ser mexicano, es tan ajeno como un extranjero. Y es justamente este punto donde se inicia la serie de fallas.

La visión que se ofrece, al querer abarcar la infinidad de elementos de la región y de la psicología de los personajes, de pronto choca con ellos mismos dejándose muchos cabos sueltos.

En la cinta de Óscar Urrutia Lazo se combinan y convergen tres historias distintas para fortalecer un eje central, intercalándose una y otra en juegos visuales y de corte directo que, según palabras del director durante la presentación de su filme, tiene por finalidad conjuntar dos mundos diferentes, el mixteco ‘tradicionalista’ con el ‘contemporáneo’ capitalino.

Sin embargo, la película consigue dejar en el espectador la idea de dos ambientes totalmente extremos en donde las cosas funcionan bien siempre y cuando estén separadas, por que en el momento en el que se encuentran ambas sufren fracturas profundas, que llevan al alejamiento mutuo y el olvido.

Cuando los sectores se separan las cosas siguen su curso y se sumen en su cotidianidad que garantiza su ‘permanencia’. Ajenas una de otra son capaces, si no de sobrevivir, si de luchar por su estructura, porque un pueblo que no quiere o no puede integrarse no evoluciona y se rezaga en el tiempo convirtiendo su existencia en el principio de su fin.

Como documental (una de las tres partes), Rito terminal recurre al ya explotado elemento de mostrar escenas del ambiente natural en el que se desenvuelven las culturas mexicanas durante una fiesta Patronal, es decir, dedicada al Santo que la comunidad venera.

Con una danza tradicional de combinación española con folclor mexicano, los danzantes y las espadas circulan por la parte frontal de la iglesia, cumpliendo con la liturgia del rito, sencillo de encontrar en cualquier recinto católico pueblerino. Una larga toma del baile se resume o justifica a mitad del filme donde son reveladas las fotografías con efectos “fantasmales”.

Las características que marcan la religiosidad de un pueblo como el mixteco son subestimadas y resumidas en una especie de brujería. El filme sitúa todo en la combinación de drogas naturales, las cuales envuelven las culpas de los personajes principales. Si bien es cierto que ciertas semillas son utilizadas en cuestiones medicinales, adivinatorias y espirituales en las culturas indígenas mexicanas, el filme no alcanza a cuajar completamente la idea, provocando que sea visto como forzado y complejo.

En lo que a la segunda historia se refiere, se trata de un asesinato a un joven talador de árboles (Ignacio Guadalupe), el cual sólo se queda en un mero pretexto para que Guadalupe (Ángeles Cruz) se suicide, cuya muerte si es fundamental para la trama central, pero que realmente sólo llevan a alargar y complicar más la narrativa.

Finalmente la tercera parte o eje central en donde todo se mueve y donde las tres historias se combinan, resulta ser un tiempo mezclado de pasado y presente, un asesinato doble ocurrido tiempo atrás vuelve al escenario y ronda dejando sentir la culpa en los involucrados.

Pese a esto la narrativa enreda todo en un ambiente en el cual uno está tan perdido como el fotógrafo y no precisamente por que sea una identificación con el personaje.

Cuestiones como una religiosidad casi fanática y la preservación de toda una tradición a costa de lo que sea, es sólo platicada y justo en uno de los momentos en donde pudiese desbordarse esa agresividad por el daño que ocasiona un agente externo a la comunidad, un no creyente -y más tarde considerado casi profanador- en un Santo.

El resultado es sólo la observación del hecho sin mayor inmutación que la de ver al culpable. No se da ninguna agresión o sanción, incluso el mismo sacerdote que hace gala de la “ferocidad de su pueblo”, lo toma ligeramente y le sanciona más el hecho, del joven, de querer fotografiar un féretro.

Lo interesante, sin embargo, está en la idea de combinar los tiempos, que si bien no es una innovación como técnica cinematográfica si presenta un juego visual que casi al final del filme logra consolidarse en una fluidez narrativa, alejando las confusiones.