El cine noruego en particular y el escandinavo en general siempre han mostrado interés por los temas existenciales encarnados en personajes complejos y multifacéticos. Ejemplos de ellos son las carreras de Ingmar Bergman, Carl Dreyer, Mai Zetterling, Bille August y otros más.
La directora de cine Torun Lian –noruega- es una digna heredera de la tradición de estas cinematografías. Cuando las nubes mueven las estrellas se encaja dentro de esta corriente, a la que enriquece con una sensibilidad, observación y ternura que no son tan habituales en el tratamiento del drama humano con el enfoque escandinavo.
Tan es así que Lian no acepta que una visión sombría de la existencia humana determine su película y, aunque aborda con mano firme su problemática, deja que el calor humano conduzca a un final donde, si no se restañan totalmente las heridas emocionales de los personajes, prevalezca el amor por la vida.
La narración de la historia está cimentada en un manejo hábil de todos los recursos cinematográficos. Un guión que en apariencia es muy suelto pero que contiene mucho “trabajo invisible” para llegar a una naturalidad de la puesta en escena que sorprende al cinéfilo. Un cuidado de la fotografía que realza los ambientes en que transcurre la acción pero que también se arriesga para lograr un cromatismo, un manejo del color valioso en sí mismo.
Su puesta en escena logra que sus dos personajes principales –Jakob y María- sean naturales en su ir y venir, en su oscilación entre diálogos y actitudes enraízadas en la niñez y las primeras rebeliones e incertidumbres de la adolescencia.
El planteamiento de la historia que narra Torun Lian comienza cuando la niña María (Thea Sofie Rusten), con un pie en la adolescencia, no puede controlar emocionalmente el dolor causado por la muerte de su hermano menor, conocido cariñosamente como PeeWee.
El hecho de confrontar tan joven la muerte prematura de su hermano la desquicia y la empuja a un temprano escepticismo y rebeldía dirigida contra el padre. La falta de control emocional de María se ve agravada por la depresión de su madre, que se refugia en sí misma al grado de dejar de hablar. María, en el momento en que más necesita apoyo y amor tiene que enfrentar el hecho de que los adultos han sido conmocionados igual o peor que ella por la muerte de su hermano.
La rebeldía de María ante la muerte se extiende a otros ambientes: la escuela, los abuelos, los amigos del os padres. Cualquier figura adulta es rechazada. Como resultado, María se enfrenta a una soledad temprana como rechazo a una actitud general de “pretender que todo es normal”.
La solución intermedia de la familia es enviar a María a casa de sus abuelos en la ciudad de Bergen, pero la conducta del personaje es la misma: el aislamiento.
Pero hay una presencia que la molesta en su soledad y que le provoca reacciones encontrada: el niño Jakob, un vecino desparpajado que la sigue a todos lados.
Con un cuidado en el detalle que indica que Torun Lian es una gran observadora, los diálogos de Jakob y María, su deambular por las calles de Bergen en la lluvia, van desgranando poco a poco sus mutuas personalidades y su paulatino acercamiento. Este juego de rechazo y atracción infantil recuerda, toda desproporción guardada, a la relación entre la Zorra y el Principito, en El Principito de Saint – Exúpery.
En el encuentro de estos dos niños – adolescentes se entremezclan los juegos infantiles, los comentarios propios de su edad, sus sueños, y las inquietudes que todo ser humano tiene: Dios, la muerte, de donde vengo, a donde voy, quien soy.
Esto es patente en el cambio que se va dando en las distintas conversaciones de Jakob y María que ocurren en las escaleras, realzadas por una fotografía de tonos cálidos y la luz blanca de Escandinavia. A lo largo de estas secuencias, el espectador percibe como Jakob rompe el hielo que rodea a María y se convierte en la única persona con quien ella habla, con quien deja fluir su personalidad tanto en el dolor como en la alegría. María, poco a poco, cuenta la verdad y abandona las fantasías que la protegen emocionalmente de la realidad.
Otra de estas escenas, en el cuarto de Jakob, empieza con el tema de los signos del zodíaco –él Geminis, ella Libra- para rematar en una plática sobre la estrella Casiopea. Así, Torun Lian lleva su argumento a partir de esa conversación a un diálogo posterior a campo abierto donde ambos observan las estrellas.
La visita de María a Bergen es correspondida por una visita de Jakob a Oslo. Allí el chico entra en el mundo de María y se convierte en su sostén emocional. De hecho, la confronta al entrar en el mundo del hermano muerto.
Sus conversaciones cambian de tono y se vuelven más profundas. Como si fuera una película de Ingmar Bergman “en pequeño”, los chicos hablan de la muerte, de Dios, del significado de la existencia humana, con diálogos que en momentos podrían salir de la boca de Bibi Andersson, de Liv Ullmann, de Max von Sydow o de escritos de Pär Lagerkvist.
Pero no hay que perder la dimensión… se trata de niños.
En una escapada nocturna y un nuevo deambular por las calles, Jakob y María intercambian sus sueños, sus temores y debilidades y, finalmente llegan a dos puntos que atormentan a María: el silencio de Dios ante el dolor humano y, si su madre la ama, ¿por qué no sale de su letargo?
Jakob no tiene una respuesta pero si indica un camino. María se pregunta por qué no hay una intervención directa de Dios sobre la realidad para evitar el dolor –de la muerte de su hermano y el deterioro de su familia-, por lo que Jakob responde que quizás Dios “hace que nosotros hagamos las cosas”.
No se trata de una película religiosa, pero aborda la problemática como lo hacen en momentos otras películas escandinavas donde el tema está presente pero no es preponderante.
Al hablar Jakob de que “nosotros hagamos las cosas” hace que María sea consciente de que nadie más hará lo que ella tiene que hacer: enfrentar a su madre y saber si es amada, y si ese amor es capaz de volver a su madre a la vida.
Cumplida su cálida misión humana, Jakob vuelve a su casa y María se prepara para la confrontación con su madre, que se resume en la frase: “Mamá, ¿me amas? Por qué yo te amo”.
La confrontación madre – hija, que incluye un monólogo de la madre enraízado en la mejor tradición bergmaniana, culmina con un lento volver a la vida. María obtiene su respuesta y la vida triunfa sobre la muerte.
A lo largo de toda la historia, Torun Lian hace gala de una exquisita sensibilidad que no es tan notoria por la sencillez y economía de medios de su puesta en escena. Pero hay que destacar que esa sensibilidad la lleva a mostrar al personaje de María como un ser complejo que enriquecen múltiples detalles.
Basta señalar uno de los más hermosos y delicados: al ver a los padres juntos, Torun Lian corta a la cara de María en la ventana y la ve sonreir. Otro director se hubiera quedado en la mera sonrisa, pero Lian añade el detalle de como María mueve su pelo una y otra vez en un gesto sinérgico que entrega felicidad, libertad y gozo… en una imagen memorable.
Torun Lian apuesta por un contacto humano amoroso que, en sus consecuencias, extiende el bien a otros que están a su alrededor. Jakob saca de la melancolía a María, que a su vez es capaz de rescatar a su madre de la depresión. El bien es capaz de expandirse y regenerar las heridas, sin borrar la cicatriz del dolor pero añadiéndole sabiduría y esperanza.
Cuando las nubes mueven las estrellas no es una película trágica o sombría hecha para sacudir al espectador en su asiento; por el contrario, busca que recuerde que después del invierno hay primavera.
Torun Lian
Producción: John M. Jacobsen. Dirección: Torun Lian. Guión: Torun Lian. Año: 1998. Fotografía: Svein Krøvel. Música: Jørn Christensen. Edición: Trygve Hagen. Intérpretes: Eindride Eidsvold (tío), Bjørn Jenseg (abuelo), Helge Jordal (Clerk), Jan Tore Kristoffersen (Jakob), Jørgen Langhelle (padre), Thea Sofie Rusten (Maria), Kari Simonsen (abuela), Andrine Sæther (tía), Anneke von der Lippe (madre). Duración: 97 minutos. Distribución: Quality.