12 abril 2015

Persépolis, de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud. Por Angélica Ponce

Angélica Ponce.

¿Quién se acuerda de Persia? En el mundo occidental casi nadie. Los libros de historia lo miran como pasado. Y no es que haya desaparecido, como tantos otros países tras una guerra, simplemente cambió su nombre por Irán.




Aunque discreto, este país no deja de provocar sísmos internacionales. Por ejemplo, la firma de un acuerdo con Turquía que permite el intercambio de uranio entre ambas naciones ya que, con el establecimiento de un régimen islámico fundamentalista y expansivo —que ha llevado a su propia población a sufrir el extremismo de sus formas políticas, militares y de pensamiento—, no se descarta la existencia de un transfondo armamentista nuclear.

Con una beligerancia interminable, sin pies ni cabeza, que despertara en la nación tras el derrocamiento del Sha de Persia en 1979, Irán comenzó a reescribir su historia como una república islámica fundamentalista. La izquierda y el laicismo fueron prácticamente aniquilados y la derecha se volvió ultraconservadora. Los velos cubrieron el pelo femenino y las prendas asexuadas, holgadas y oscuras, sus cuerpos. También los desnudos desaparecieron de cualquier expresión artística. El arte fue reprimido. Los integristas tomaron el poder. Todo se volvió blanco y negro como en Persépolis, de la historietista Marjane Satrapi.


Y es que, Satrapi pudo retratarse a ella y a su patria con esa crudeza e ingenuidad objetiva que sólo el amor en la distancia, confiere. Primero convertida en novela gráfica y luego llevada al cine, Persépolis (Francia / Estados Unidos, 2007) se ha convertido en uno de los trabajos literarios y fílmicos más aclamados por la crítica.

Con una labor estética marcadamente expresionista, en Persépolis se va trazando la historia de Marji, una pequeña que crece entre el idealismo revolucionario de su familia y los cambios políticos de Persia, hasta llegar al Irán de principios del siglo XXI, paradójicamente dibujado fuera de su propio territorio.


Así, 1979 marcar el inicio del filme con una pequeña de apenas 9 años de edad que sueña con llegar a ser una profetisa. Su instrucción académica y la religiosidad transitan por el laicismo sin problemas, sin contradicciones. El “hablar” con Dios nunca se mira como una exaltación del fundamentalismo, sino como una interpretación infantil de la ética aprendida en un ambiente de tolerancia y búsqueda republicana de una causa social común, tanto que Dios tiene “un aire” Carlos Marx.

Llega la revolución y el nuevo régimen impone sus reglas; disuelve las libertades. Muy pronto aprende a someter. La intolerancia y la ambición llevan entonces a la generación de un nuevo conflicto, ahora con el país de al lado: Irak. Una guerra que resulta tan infructuosa que hoy día nadie sabe quién ganó.


Abba, Iron Maiden, el rock y el punk se vuelven tan irreverentes como una fémina con un par de zapatillas deportivas Nike y una chaqueta. Conseguirlos es todo un desafío, un rito underground, donde los dealers se mueven entre la oferta y el regateo cual entes perversos que se saben capaces de corromper.



En la posguerra, los horrores se disuelven en formas a veces oníricas e irregulares de los escenarios, incluso la rudeza del desarrollo corporal de la niñez a la adolescencia de Marji se ve beneficiada de las amorfas formas que, por ratos, coquetean con un Picasso gestante.

Austria da otra perspectiva: la del exilio, lo ajeno, la no pertenencia. El dolor de crecer sin la familia, sin las raíces, en un universo que mira con prejuicios o curiosidad lo desconocido o, mejor dicho, lo único que siempre se sabe de la radicalidad, para llegar a esa vuelta irremediable a un hogar que ha dejado de serlo y que impone un nuevo estado: la pérdida de la rebeldía a fuerza de no hacer nada, de conformarse, de convertirse en un espíritu adormecido y que, sin embargo, también puede y llega a despertar cuando resulta imposible reconocerse frente al espejo.


Con algunos momentos en color, los cambios se manifiestan. La libertad de elegir y la temporada de renuncias se hacen necesarias. París es la opción, luego de un divorcio y la intransigencia de un instituto que no enseña, unas leyes que no otorgan derechos, y una intolerancia hacia los propios.



Manufacturada bajo la dirección conjunta de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, la cinta no cuenta con dramatismos fáciles o moralinos y mucho menos con argucias de víctima. Toma los hechos y los narra. Incluso las acciones y decisiones tomadas son narradas como esos recuerdos que nacen de mirar un álbum fotográfico. Persépolis es, sin duda, una de esas cintas que en tiempo de intolerancia bien vale la pena mirar.