[Nota del Editor. David escribe en 2012 y predice el éxito
de una joven Lana del Rey. Acertó].
Que si Lana del Rey es un ‘producto’ milimétricamente
fabricado, que si es hija de un multimillonario o que tuvo una vida desastrosa
al lado de un rockero vicioso, que si se inyectó algo en los labios o que si es
un éxito temporal de internet, es algo que personalmente me importa muy poco o
realmente nada.
Lo que me ha impactado de esta mujer, no tiene nada que ver
con los chismes que se le atribuyen y ni siquiera con su belleza
extraordinaria. Lo que me importa de Lana del Rey tiene que ver con su enorme
talento, una preciosa voz y un estilo único que provoca un solo pensamiento:
hace mucho tiempo que no nacía una artista de este calibre así que “Bienvenida
señorita Elizabeth Grant, a.k.a Lana del Rey”
Esta cantante y compositora neoyorkina está causando tal
revuelo que lo mismo la encontramos engalanando la portada del Billboard que
alguna revista de belleza rusa, sus videos en Youtube han alcanzado millones de
visitas en tiempo récord y sus presentaciones en vivo comienzan a vender
totalmente las localidades.
No me extraña. Al parecer la gente también se harta de
Biebers y Spears, todos artistas ‘comerciales’ (algunos más talentosos
que otros, sin duda) que parecen olvidar lo genial que es lo sencillo y que
tratan de apantallar con parafernalias, costosos vestuarios y canciones de
fórmulas probadas, dejando oculto en algún lado lo más importante: el talento y
el regreso a lo básico.
No importa que la Srita. Del Rey (nombre tomado de la
combinación de Lana Turner y del auto Ford Del Rey) no tenga todavía un disco
formal en el mercado (el mismo sale a la venta el 31 de enero de este año
2012), tampoco importa que sus videos en onda ‘retro’ se vean hechos con tres
pesos, esta cantante ya hace apariciones en populares shows de televisión,
pequeños conciertos en vivo y las pocas canciones que se pueden conseguir en la
red, comienzan a invadir los reproductores de música de gente ávida por
escucharla.
No daré más detalles de su carrera (para eso está
Wikipedia), ni ahondaré en lo que ella ha mencionado tantas veces de su estilo
(una Nancy Sinatra gángster), ni de sus influencias “visuales” (menciona a
David Lynch, entre otros); simplemente me limitaré a sugerirles estar atentos a
ella, a que se olviden de todos los rumores que la envuelven y que mejor
presten atención a su exquisito arte que la convertirá en uno de los grandes
nombres que sonarán en 2012; de mi se acuerdan.
La historia que voy a contarles bien podría asimilarse a
narrarles lo que experimenta alguien a punto de perder su virginidad (ó que ya
la perdió jaja). Es lo que podría denominarse la pérdida de la inocencia. Una
inocencia que estuvo latente muchos años de mi auto-preparación cinéfila (que
solamente consiste en ver muchas películas) y que me hacía disfrutar
prácticamente cualquier film que me pusieran enfrente. Todo comenzó porque en
un periodo vacacional que tuve en bachillerato, decidí meterme a trabajar como
empleado de mostrador en un videocentro (¿los recuerdan?). Sin importarme que
me pagaban 2 pesos, mi estancia ahí se prolongó más de lo que yo había planeado
pues descubrí todo un mundo nuevo y al que yo siempre había permanecido
distante: el cine. En ese sentido, el mayor goce del trabajo ocurría al final
de la jornada cuando nos permitían llevarnos a casa un máximo de dos películas
diarias, bajo el supuesto de tener que estar preparados para atender lo mejor
posible a los clientes y hacerles recomendaciones adecuadas cuando lo requirieran.
Así comenzaron a desfilar títulos por mi todavía virgen
visión cinéfila y cuyas tramas han quedado hoy prácticamente en el olvido:
Tango y Cash con Silvester Stallone, Rescate en el Barrio Chino con Kurt
Russell, Peligro en la Noche con Mimi Rogers, Depredador, etc.). Pero el gusto
se fue refinando. Y comencé a volverme más exigente. Comenzaban a aburrirme
ciertas temáticas y ya sabía a lo que me exponía si Steven Segal aparecía en la
portada de la caja. Y comencé a fijarme en los nombres de los directores;
formas, estilos...
Y dentro de las formas y contenidos (y ya para entrar en
materia de una vez por todas), me he percatado de ciertas manías que me asaltan
-casi con metralleta en mano- el visionado y que otros no ven (o no quieren
ver) por tener todavía esa inocencia cinéfila que reconozco me pesa no tener en
ciertas ocasiones y en otras actúo como que la tengo precisamente para no echar
a perder el posible goce de una cinta. Sé que con el paso del tiempo, esto que
comento pudiese relacionarse con clichés en los que caen los realizadores
fácilmente en tantas temáticas tan reconocibles: Muchacho guapo y rebelde del
que está enamorado las más fea del grupo y no se da cuenta; la mujer que contra
todas las adversidades triunfa; los dos enamorados que no pueden realizar su
amor porque tienen todos los inconvenientes del mundo encima, etc., etc. Todo
esto lo puedo tolerar a gusto siempre que este tipo de historias tan vistas y
refriteadas me sean contadas con cierta originalidad. Y a veces esa originalidad
puede ser tan sutil que puedo terminar enamorado del film en cuestión sin darme
cuenta. Pero ¿qué pasa si mi -a veces- inquieto ojo detecta cosas que
deliberadamente (por no decir descaradamente) buscan provocarme una sensación,
emoción o pensamiento? Casi nada: me encabrono rotundamente. Me siento
engañado, asaltado a plena luz del día.
Y hay dos cintas, que por tenerlas frescas en la cabeza me
gustaría mencionar para ejemplificarles este malestar profundo; la primera y
más relevante: The Notebook ó Diario de una Pasión. Una anciana que relata en
flashback su gran amor con un chico. Uno no sabe sino hasta el final de la
cinta que la chava que vemos en el 90% del metraje es ella, la anciana, en la
actualidad. Todo el enamoramiento de los jóvenes –con todo y broncas por las
que tienen que pasar- está lleno de clichés tan evidentes, que casi puedo ver
al director con su equipo de guionistas y creativos buscando las situaciones
que nos hagan decir: “ay, ¡que bonita película!”. Un paseo en un río rodeados
de gansos, atardeceres mágicos, una petición de salir juntos con ella sentada
en lo alto de un juego mecánico mientras el individuo sostenido de un tubo la
amenaza y le dice que de no aceptar salir a bailar con él se dejará caer al
vacío; ellos mismos acostados sobre una calle solitaria viendo las estrellas
dizque exponiendo sus vidas a que pase por ahí algún vehículo y los aplaste
(que esa si no habría sido mala idea), etc.
Segundo ejemplo: A Touch of Spice (Un Toque de Canela) con
un niñito y mentor estilo Cinema Paradiso que adulto recuerda a su abuelo quién
le enseñó (y aquí es donde viene el cliché mal llevado) los secretos de las
especias, de los olores y sabores de la comida y que por analogía a todo en su
vida le tiene que poner ese toque que lo haga disfrutar al máximo su
existencia. Toda la cinta enmarcada en un realismo mágico que a ratos amenaza
con hacerme dormir a pierna suelta, aún cuando la experiencia global no es del
todo insatisfactoria. Veo pues una mano ‘manipuladora’ de mis emociones que
parece decirme: ‘yo sé que es lo que te gusta ver para lograr que llores, así
que ahí te va esto…'. Lo malo –repito- no es que ocurra, pues la gran mayoría
de los filmes lo hacen: buscar emocionar al espectador (ya sea para hacerte
llorar, reír o acojonarte de miedo) y para ello se valen de muchos artificios;
lo malo es que se note descaradamente, sin estilo, copiado y con mala
intención; esto es casi -por decirlo más gráficamente- como percibir un
micrófono saliendo a cuadro ó ver al equipo luminotécnico atrás de una ventana
que ilumina en el interior del recinto a la actriz; es como ver que lo que
parece nieve es en realidad espuma de jabón (¿recuerdan La Noche Americana?) ó
ver al actor poniéndose gotas para ojos creando la ilusión de que llora.
¿Así o más cliché la pose del niño en el póster?
A veces un encuadre puede hacer la diferencia y engañar a mi
memoria y ver lo que me salta en un film como algo que fluye con normalidad en
otro. No descarto la posibilidad de haber perdido sensibilidad, que pudiese
llamarse también inocencia cinéfila. Pero por otra parte y aunque suene
contradictorio sé que poseo esa sensibilidad cuando veo como Wong Kar Wai con
su 2046 (y de la que hablaré en otra ocasión) me rebasa y me deja bañado en
lágrimas en una obra desesperanzadoramente romántica. En este caso, sé que
existe su mano creadora detrás PERO NO LA VEO…lo cuál me llena inmensamente de
gozo emocional y placer intelectual (y el póster que sigue no representa
necesariamente éste último comentario).
Tal vez sea mucho pedir, tal vez sueno exigente, pero creo
que es una de las formas efectivas de ir haciendo a un lado los filmes que
valen de los que no ó al menos (y para no quedar como pretencioso) de los que
sí ameritan estar en mi videoteca.
“Stairway to Heaven” fue probablemente la pieza de rock más
famosa de la década de los 70. Cada vez que alguien hace alguna encuesta sobre
la mejor canción de rock, esta melodía de Led Zeppelin siempre queda entre los
primeros lugares.
Ciertamente se volvió ciertamente un hito, un mito, un himno
del rock, una canción legendaria. Lo más sorprendente, es que “Stairway to
Heaven” se volvió archifamosa a pesar de tener tres desventajas:
1) Nunca salió a la venta como “single”.
2) La pieza es relativamente larga (dura ocho minutos), y
por eso, en su tiempo nunca fue programada en la radio. “Stairway to Heaven” es
más larga que “Hey Jude”, pieza que a su vez era tolerada en el radio solamente
porque era de The Beatles, aunque normalmente la truncaban. Por lo tanto ...
3) La única forma que tenía la gente de oír la canción era
comprando el álbum – algo que sería inconcebible en nuestros tiempos donde el
MP3 está mandando al álbum de rock por el mismo camino por el que salieron de
nuestro mundo los dinosaurios.
A pesar de esas tres desventajas, la pieza tuvo mucha
difusión, y se ganó su lugar entre las piezas emblemáticas del rock, dejando
una profunda huella. Debido al gran impacto que tuvo en su tiempo, todo joven
aspirante a guitarrista de rock aprendía a tocar este archifamoso tema de Led
Zeppelin,con todo y su arquetípico solo de guitarra. Y no faltan referencias a
“Stairway to Heaven” en otras manifestaciones la cultura popular.
Por ejemplo, en la película Wayne’s World, hay una escena en
la que Wayne va a comprar una guitarra eléctrica a una tienda de instrumentos
musicales. Wayne encuentra una guitarra que le gusta, y para probar su sonido,
empieza a tocar “Stairway to Heaven”. Inmediatamente aparece un empleado,
furibundo, que lo interrumpe, señalando un letrero en la pared, que dice: “No
Stairway to Heaven!”
Definitivamente la imitación es una forma de alabanza, y
numerosos músicos han rendido su homenaje a Led Zeppelin, haciendo covers de la
canción. Existe un álbum llamado “Stairways to Heaven” que que es una colección
de “covers” de diversos artistas, de la susodicha pieza. El álbum incluye música de The Australian Doors
Show, The Beatnix, John Paul Young, Kate Ceberano, Leonard Teale, Michael
Turkic, The Ministry of Fun, Neil Pepper, Pardon Me Boys, Robyne Dunn, The Rock
Lobsters, Rolf Harris, Sandra Hahn, Vegimite Reggae y otros.
Great White grabó su versión. Dolly Parton (¡guácala!)
también tiene una versión de la canción, al igual que una parodia de Foo
Fighters, que ocasionalmente puede verse en VH1. En esa parodia, a los músicos
de Foo Fighters se les olvida la letra, se impacientan con lo largo de la
canción, y al final, la cortan. En mi opinión, uno de los covers más
sorprendentes, es el que hizo un grupo llamado “Dread Zeppelin”. Lanzaron un álbum,
con una portada que parodia a uno de los discos de Zeppelin. En el disco
encontramos unas muy particulares versiones de varias piezas de Page y Plant, a
ritmo de Reggae, pero cantadas por alguien que tiene una voz y estilo muy
parecido al de Elvis Presley.
El álbum incluye, por supuesto, “Stairway to Heaven.” Según
Wikipedia, Robert Plant dijo alguna vez que Dread Zeppelin era su banda
favorita.
Pero indudablemente una de las versiones más curiosas y más
extrañas, es “Stairway to Gilligan” del grupo Little Roger and the Goosebumps.
Este obscuro grupo, fue formado en la ciudad de Davis, California a mediados de
la década de los setenta, por el guitarrista John Shields. El grupo adquirió
cierta fama en el circuito de bares de Davis, y en el campus de la UC Davis. En
1976, Shields se dio cuenta que la progresión de acordes de “Stairway to
Heaven” (La menor – Fa 7 mayor) era muy parecida a la secuencia de acordes del
tema del popular programa de televisión “Gilligan’s Island”, y rápidamente hizo
un arreglo satírico de la legendaria pieza de Led Zeppelin, en el que los
instrumentos tocaban “Stairway to Heaven”, pero con la letra de “Gilligan’s
Island.”
La broma musical de Shields le agradó a sus compañeros de
grupo y a su círculo local de fans, por lo que grabaron un disco sencillo de 45
R.P.M. para darle mayor difusión a su broma, sin imaginarse que esto les iba a
significar una amenaza de demanda por parte de la empresa que poseía los
derechos de publicación de la canción. De hecho, los abogados de la empresa les
exigieron que sacaran del mercado TODAS las copias del disco y que las
destruyeran. El grupo desapareció poco después de este desafortunado problema,
y posteriormente Shields murió de una enfermedad genética, antes de llegar a
los treinta años.
Por ahí sobrevivieron algunas copias del disco proscrito, y
así reapareció “Stairway to Gilligan” en el disco pirata “Knebworth.” El
productor de Joan Jett, Kenny Laguna, sacó al mercado en el año 2000 un CD que
contiene la rara pieza. Y resulta que hoy día (2006) hay varias páginas de Web
que contienen la pieza. Así que, como un servicio a todos aquellos que pudieran
tener curiosidad de oír la maldecida canción, que mereció el honor de ser
considerada por Robert Plant como su “cover” favorito a “Stairway to Heaven”,
aquí va el “link” donde podrán escuchar la pieza.
-¿Sabes que director hizo esta película? – contesté.
- No.
- Es de Zhang Yimou, el mismo que hizo ‘El Camino a casa’ y
‘Ni uno menos’. Es experto en hacer llorar, como puedes ver. – Le dije.
- Sí, eso veo – me dijo, mientras se dibujaba una tímida
sonrisa en su rostro.
Ni uno menos / Not one less - Festival Venecia
Y es que, me precio de no cocerme al primer hervor en esto
de que una película me haga llorar. Incluso, en el caso del cine de Yimou
siempre estoy a la expectativa de ver, en qué momento o secuencia, este
estupendo director hará esta jugarreta que me provocará la lágrima e insisto,
sabiéndolo de antemano, siempre lo logra. Su cinta ‘Un largo y
doloroso camino’ no es la excepción.
Cartel del film
Todos sabemos que Yimou ha tomado a partir de ‘Héroe’ dos
vertientes en sus realizaciones: el cine intimista y el de las grandes
superproducciones. Hay entre sus adeptos una polaridad muy marcada entre
quienes gustan del primer estilo y a los que les atrae el segundo. Yo estoy en
el punto medio: me gusta el Yimou que se da el lujo de entrarle a ambas
vertientes, las disfruto por igual aunque no dejo de reconocer que siendo
sentimental –como soy-, posiblemente me produzca mayor placer ‘emocional’ y
estén mejor instalados en mi memoria los emotivos momentos de sus películas
‘sencillas’; aunque no desdeño los logros visuales de ‘Héroe’ ó ‘La casa de las
dagas voladoras’ que sí me han quitado el aliento. Es más, ahora y después de
haber visto ‘Un largo y doloroso camino’, espero con ansias ‘La Maldición de la
Flor Dorada’ que ha generado en el mundo sentimientos encontrados pero
personalmente confío en que Yimou saldrá de nuevo bien librado.
Pero califiqué de ‘sencillas’ sus películas más intimistas
porque están plagadas de situaciones que por ser cotidianas, no les damos el
justo valor. Yimou si lo hace en sus cintas, es uno de sus sellos distintivos y
lo que provoca la mirada nostálgica de quienes asistimos a ver sus filmes. La
vasija rota en la que Ziyi Zhang le lleva alimento a su amor platónico (el
maestro) en ‘El Camino a Casa’, los gises de colores que hay que cuidar en ‘Ni
uno menos’, la flauta que desaparece el amo de Gong Li en ‘La Linterna Roja’ ó
el silbato con el que despide un niño a Ken Takakura en ‘Un largo y doloroso
camino’, todos elementos sencillos que son dotados de gran carga emotiva en las
historias que nos cuenta.
En el caso de esta última, Yimou trabaja con esa leyenda del
cine japonés, Ken Takakura (Antarctica, Lluvia Negra), que personifica a un
padre japonés cuya relación con su hijo (adulto) se rompió diez años atrás.
Podríamos decir que gran parte de la premisa principal es la imposibilidad de
la comunicación y cómo afecta la vida de los protagonistas. Es la actualidad y
este padre intenta reconciliarse con su hijo enfermo, quién lo rechaza sin
darle la mínima oportunidad de verlo. La nuera, le entrega al papá un video en
donde el hijo (Kenichi, gran admirador de la cultura china, en especial de la
ópera tradicional) intentó que un artista de ópera cantara sin conseguirlo.
Gouichi (Takakura) encuentra en esta anécdota, el pretexto para intentar
reconciliarse con su hijo: buscar a ese cantante y filmarlo cantando y decide
ir a buscarlo a China, encontrándose con demasiadas complicaciones (empezando
por el idioma) para lograrlo.
Zhang Yimou
Todas las anécdotas del filme funcionan como alegoría de la
incomunicación. Gouichi, con voz en off, explica lo difícil que es para él
reestablecer la comunicación con su hijo (a quien nunca vemos pues su importancia
radica en ser una especie de pivote que desatará toda la travesía del título).
Ya en China, necesita el apoyo de una traductora que lo conduzca hasta el
cantante (ahora preso). Un guía de turistas (Lingo) hace las veces de conexión
entre Gouichi y los altos mandos de los que se requiere autorización para
grabar al artista. El drama personal de éste último que obliga a Gouichi a
buscar al pequeño hijo del cantante (que no conoce) en un lejano pueblo; la
eventual desaparición de ambos en una zona montañosa con cuyo acercamiento
(dadas las circunstancias) Gouichi pareciera redimirse pues no recuerda haber
sentido el deseo de proteger tanto a su hijo como a este pequeño desconocido y
hoy lo hace. Todo pues, reforzando la premisa principal.
Tonos ocre y azules claros permean buena parte de la cinta.
No hay exceso de paisajes espectaculares (brillan por su ausencia valles llenos
de flores que en ‘El camino a casa’ eran un personaje más) plenos de color que
de repente han catalogado de manierista a su director; todo muy matizado,
sutil…pero siempre sin perder ese encanto visual tan característico del cine de
Yimou.
Es curioso que en México aún siendo Zhang Yimou un director
ya muy conocido, su cinta haya salido en DVD sin llegar siquiera a exhibirse en
corrida comercial. Hay pues que buscarlo y regocijarse con su trabajo. Ahora no
resta más que esperar pacientemente ‘La Maldición de la Flor Dorada” con la
idea en mente que, el trabajo de Yimou nuevamente, no nos defraudará.
Esta cinta aborda con honestidad la demencia senil causada
por la enfermedad de Alzheimer. Con un equilibrio muy difícil de lograr en
pantalla, sin sentimentalismo, amarillismo o frialdad, se adentra en el
territorio de la enfermedad mental al cual el cine comercial común le tiene
fobia.
Desde clásicos del cine como Nido de Víboras / The Snake Pit
(Anatole Litvak, 1948, con Olivia de Havilland) y Atrapado sin salida / One flew over the cuckcoo's nest (Milos Forman, 1975) son pocas las cintas que
abordan las enfermedades mentales. Si a eso sumamos que son aún menos las que tocan
la ancianidad como tema central tal como lo hace Mis tardes con Margueritte(Jean Becker, 2010, con Gisele Casadesus y Gerard Depardieu), son contadas las
que combinan el deterioro físico y/o mental en las personas adultas mayores.
Aparte de "El Padre" podríamos remontarnos a Amor / Amour (Haneke, 2012) como
antecedente cercano e inmediato.
En este contexto, "El Padre" se atreve a narrar la condición
Alzheimer, como causa de demencia senil, desde adentro de quién la padece: el
personaje central de Anthony, de 83 años, interpretado por el actor Anthony
Hopkins.
Con este enfoque duro sin concesiones, pero ausente de
crueldad o amelcochamiento, el film de Zeller se adentra en el laberinto de la
pérdida de memoria, sus discontinuidades, su incesante deterioro irrefrenable,
su doloroso proceso de emborronamiento y desaparición de la personalidad.
Al ser honesta, la película no evade la corrosión que el
Alzheimer y la demencia senil causan en familias, en hijas que cuidan a sus
progenitores hasta el límite de sus capacidades existenciales, interpersonales
y económicas; que barren con ellas al igual que con sus pacientes.
El guión, basado en la obra teatral del mismo nombre y
escrita también por Florian Zeller, maneja los recuerdos discontinuos de la
mente de Anthony. Al principio se abordan las primeras manifestaciones de
olvido en su departamento, donde vive solo pero con la visita diaria de una de
sus dos hijas, Anne. Su preferida es la otra, Lucy, una pintora, a la que hace
meses que no ve, pero no recuerda porque no lo visita, aunque conserva con gran
cariño una pintura de una niña encima de su chimenea.
Anne y Anthony, en el departamento de él. Cálido, paleta marrón.
Anthony se muestra reacio a aceptar que tiene problemas con
la memoria, uno de cuyos signos recurrentes será su reloj de pulso. A lo largo
de todo el film, el reloj es un objeto que olvida donde lo puso: lo cree
robado, perdido, “expropiado” por un familiar político. Su relación con el
reloj es uno de los marcadores de su deterioro mental. Termina por simbolizar
su deseo de ubicación en el tiempo: saber la hora, si es de día o noche, una
última forma de orden en su existencia.
Entre el inicio y la secuencia final, se entrelazan
distintos momentos de la vida de Anthony. Sus peleas con sus cuidadoras
alquiladas (amateurs semiprofesionalizadas por su experiencia al ser “su
trabajo”), su vida en su departamento, en “nueva” vida en el departamento de su
hija donde ya tiene tiempo de vivir para atendido de forma más cercana, su
estancia en un asilo particular especializado. A lo anterior se suman distintas
fases de las relaciones de Anthony con Anne, la ausencia de su hija Lucy, con
su joven cuidadora Laura que se parece físicamente a Lucy, con su yerno Paul,
con su enfermera.
Llegada de Laura
Laura atenta a lo que dice Anthony
Anthony, alegre, baila tap para Laura.
Laura ríe divertida con las ocurrencias de Anthony.
Estos elementos existenciales (y argumentales) se mezclan en
la mente de Anthony de forma asincrónica, donde su imaginario se mezcla con su
realidad de forma no líneas, con la diacronía rota con base en olvidos o
revoltijos entre lo dicho, escuchado o imaginado.
En una visión terrorífica, quiénes ven la película comparten
con Anthony la confusión creciente entre lo que recuerda y no, si es real o
ficticio, cada vez con menos asideros en una memoria poco confiable. Así, en
una narración donde el público sólo sabe lo que sabe el personaje, termina por
sentir su angustia, su negación, su ira, su apatía, su desamparo e indefensión
finales.
Un proceso semejante ocurre en su hija Anne (Olivia Colman).
En un principio bastan las visitas diarias de supervisión, pero las exigencias
de trabajo, relación interpersonal y cuidado doméstico de su padre la desgastan
horriblemente.
Anne escucha a su padre durante una visita.
Ambas vertientes, la de Anthony y Anne, chocan sin patetismo
ni concesión melodramática para el público. Quienes ven la película terminan
confundidos como Anthony en la mezcla de lo que ocurre, lo que él recuerda y
que va olvidando cada vez más con el paso del tiempo. Asimismo, comparten el
deterioro de Anne como cuidado, entre el deber filial y amoroso con el
equilibrio de su propia existencia llevado al límite por la condición Alzheimer
de su padre.
Este juego intrincado de tiempos y situaciones mentales, de
olvidos cada vez más graves y confusos generan el valor existencial, social y
cinematográfico de esta película. La y el espectador “vive” en la mente de
Anthony, siente su deterioro y consecuencias trágicas; atestigua el drama
desgastante de Anne y, lo más valioso, se pregunta qué haría frente a una
circunstancia semejante en su propia vida. ¿Quién eres? ¿Quién soy?
Esta película, honesta y dura, logra este efecto en la audiencia
gracias a su puesta en escena cinematográfica, que no olvida sus raíces
teatrales sin ser “teatro filmado”. Claro, lo primero que destaca son las
excelentes actuaciones de Anthony Hopkins y Olivia Colman, cuyos diálogos son
una joya emocional in crescendo.
En el caso de Hopkins, la secuencia final es un diamante de
su trabajo actoral al servicio de su personaje, donde consigue meternos no sólo
en la piel, en la mente de Anthony, sino hasta lo más profundo de su total
desamparo. Esta secuencia trágica es el resultado de una actuación brillante
donde en momentos es jovial, danzarín, seductor… o un hombre iracundo que se
defiende ante lo que cree son ataques del exterior.
¡No dejo mi departamento!
Por su parte, Colman se luce con su creación de Anne
mediante la exposición descarnada del hartazgo que genera el cuidado de un
paciente con una enfermedad sin solución. Atrapada entre su ética, su amor
filial y su deseo de vivir, Colman muestra como va “día a día” desde la compra
de un pollo, el quehacer doméstico de lavar platos, planchar, también trabajar,
y que tiene que lidiar con su padre y su pareja que presiona para enviar a
Anthony a un asilo.
Es como si fuera una extraña para él
El resto del elenco “de carácter” aporta con sus
intervenciones una riqueza al contexto argumental y de puesta en escena que
impulsa aún más la brillantes de los dos personajes principales.
Destaca también el asombroso manejo escenográfico en la
cinta. Los departamentos y el asilo tienen una distribución semejante. Pero,
así como la mente de Anthony se deteriora poco a poco por su desmemoria
Alzheimer igual pasa con los departamentos. Del departamento suyo, lleno de
objetos, libros, muebles, recuerdo, se pasa al departamento intermedio de Anne
/ suyo donde los estantes se van vaciando, los libros desaparecen, y los
objetos en la cocina se desvanecen. Un ejemplo significativo es la desaparición
del cuadro con la niña, de Lucy, en la pared de la chimenea. Marca la pérdida
del recuerdo, el empobrecimiento de la mente y entorno del padre respecto de su
hija preferida.
Anthony descubre que el cuadro de Lucy ya no está en la pared.
El departamento más desnudo (Anne) con el cuadro de Lucy al fondo.
Finalmente, en forma parecida al cuento “Casa tomada”, de
Julio Cortázar, los espacios de Anthony (y de Anne) se reducen, se vacían y
se pierden. El asilo es el último cuarto, con el último sillón, buró, la última
fotografía familiar y la última ventana. En la realidad, el proceso se debe a
que tanto paciente como persona cuidadora abandonan cuartos, zonas de la casa a
las que ya no se puede dar tiempo de mantenimiento ante las exigencias que
genera la enfermedad por debilidad del paciente y responsabilidades aumentadas
de quién le cuida.
La ventana por donde se asoma el padre también juega un
papel significativo en el esquema estructural semiótico del film. Su ventana al
mundo cambia: ciertos puntos físicos son diferentes y marcan cambio de
departamentos/físicos pero también de estados de desmemoria del personaje. El
proceso semántico de las ventanas remata con lo que se puede ver afuera de la
ventana al final de la cinta.
La ventana del departamento inicial, el suyo.
En paralelo, dentro del diseño estructural de todo el film, la
edición es seca, en momentos a corte directo sin respiro que produce ligeras
confusiones en el público correlacionadas con la confusión del personaje
principal y que, en su correspondiente puesta en escena puede implicar la
aparición/desaparición de personajes en la memoria/olvido de Anthony.
Asimismo, la fotografía -que siempre es “obscura” aunque sea
de día, con cortinajes, o de noche- pasa de los tonos cálidos marrones del
inicio a azules, grises y blancos cada vez más fríos (al parejo que se desnuda
la memoria y la escenografía). Este rasgo constante de cinefotografía se suma a
la estructura oculta del film, que sostiene los diálogos y actuaciones para
interiorizar al público dentro de los dos personajes principales, con Anthony
como eje.
Por otra parte, las situaciones argumentales de Anthony y
Anne que expone “El Padre” no son exclusivas de personas adultas mayores con
problemas de salud mental y sus familiares cercanos. Por ejemplo, pacientes con
cáncer en sus diferentes manifestaciones y sus familiares viven lo mismo: ese
“día a día” que muestra como la enfermedad avanza y apaga a quienes la padecen
ante la impotencia de las y los cuidadores, con angustia, ansiedad,
desesperanza; aún cuando enfrentan al cáncer con la esperanza de frenarlo con
distintos protocolos y pelean “día a día” la larga derrota colgados de un clavo
ardiente.
Otra reflexión argumental que nace de “El Padre” es cuando
el público observa la violencia que sufre Anthony a manos de Paul, la pareja de
Anne. Considera que el viejo se entremete en la relación y la destruye. No es
su padre y se desespera antes: Paul comienza con la presión para que Anne
interne a su progenitor y termina golpeando, humillando a Anthony, que llora
ante los golpes porque por edad ha perdido todo vigor físico para poder
defenderse ante la injusta agresión. Tan es importante esta escena que Anne,
que descubre el hecho violento, se separa de su pareja.
A todo lo anterior se suma la ausencia del Estado. En todo
momento, la historia se desarrolla en espacios privados, ninguno es público.
Esta ausencia total es resultado de políticas donde la población adulta mayor
no tiene valor económico: no produce, solo gasta y consume recursos. Pero
tampoco son una solución las políticas clientelares que le dan una lanita a las
personas adultas mayores (siempre insuficiente si no se suma a una jubilación
decorosa, que tampoco hay muchas). Tienen algunos efectos positivos como un
regreso de la autoestima de esta población porque gastan algo que “es suyo” y
deciden en qué, pero que redundan en el agradecimiento acrítico de quien da la
“dádiva” -aunque sea por “por ley”-: el gobierno y el partido que entregan.
Mismo gobierno y partido que recortan o asfixian los presupuestos directos a
las instituciones de salud mental del Estado y que rebotan en poblaciones
adultas mayores con estas enfermedades concretas como el Alzheimer y la
demencia senil.
“El Padre” es una excelente película, pero no es para todos
los públicos, sobre todo los que buscan sólo entretenimiento. Va para público
de nicho enfocado a cine de ideas, de lectura concentrada y que exige su
atención, para quién acepta que se le cuestione desde la pantalla.
En síntesis, “El Padre” enfrenta a su audiencia con posibles
Recuerdos del Porvenir. Le pone en pantalla cuestionamientos de que harían
posibles pacientes de Alzheimer y de las personas que les tendrían a su
cuidado. Se presta a múltiples reflexiones cómo, por ejemplo, qué sucede cuándo
la red de protección de la o el paciente sólo tiene a otro miembro de la
familia nuclear, no hay familia extendida y la política agrede a la o el
paciente débil. Toca a la población adulta mayor porque es la que vive en mayor
estado de vulnerabilidad, pero se abre a pacientes de otras edades con enfermedades
crónico-degenerativas de alta corrosión física y mental. El hecho de que la
audiencia salga de ver “El Padre” con más preguntas que respuestas y
reflexiones sobre estos Recuerdos del Porvenir no es un logro menor de este
honesto film.
EL PADRE
/ THE FATHER. Producción: Trademark Films, Cine@, AG Studios NYC, Embankment
Films ($), Film4, Viewfinder, Sony Pictures. Director: Florian Zeller. Intérpretes:
Anthony Hopkins (Anthony), Olivia Colman (Anne), Imogen Poots (Laura), Olivia
Williams (mujer, Anne, enfermera), Rufus Sewell (Paul), Ayesha Dharker (Dra. Sarai).
Música: Ludovico Einaudi. Cinematografía: Ben Smithard. Edición: Yorgos
Lamprinos. Diseño de Producción: Peter Francis. Decoración de Sets: Cathy
Featherstone. Dirección de Arte: Amanda Dazely, Astrid Sieben.
Estrenada en el Festival de Sundance a inicios de 2020 y
antes del estallido mundial de la pandemia por SARS-CoV-2 COVID-19. Recibió
seis nominaciones al Oscar en 2021 e inició su exhibición en cine en México el
1 de abril de ese año en la cadena Cinépolis. Se puede ver en la plataforma
Netflix.
Francisco Peña. Viernes Santo. 2 abril 2021. 11.30 hrs.
Visionado. 1 abril 2021. 16:10 hrs. Cinépolis Miramontes, Sala 6. Bajo
condiciones de sana distancia.